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Quisiera pensar que es únicamente la inercia la culpable de esa preocupante costumbre de algunos elementos de nuestra clase política que les impide abandonar y emprender nuevos caminos con la dignidad y generosidad que se presupone inherente al cargo.
Todos los cambios en la vida son difíciles, incluso cuando son para mejor. Siempre he creído que la fuerza de la inercia es la mayor de las fuerzas. Es esa que nos ata al sillón mientras pensamos en levantarnos, la que nos hace rogar cinco minutos más arrebujados entre las sábanas, y también la que consigue que caminemos otro kilómetro, o que superemos otro obstáculo cuando ya hemos saltado el primero.
Quisiera pensar que es únicamente la inercia la culpable de esa preocupante costumbre de algunos elementos de nuestra clase política que les impide abandonar y emprender nuevos caminos con la dignidad y generosidad que se presupone inherente al cargo. Nada mejor para superar esa fuerza, que se empeña en que un cuerpo agarrado a su sillón tienda a permanecer en el mismo indefinidamente, que ser consciente de la eventualidad de la situación. Permanecer sin perpetuarse. Marchar, si es posible, cinco minutos antes de que te echen, pero llegado ese incómodo momento, no volver la vista atrás, coger fuerzas y emprender nuevos rumbos, buscar nuevas metas, utilizar constructivamente la experiencia.
Nada mejor para superar esa fuerza, que se empeña en que un cuerpo agarrado a su sillón tienda a permanecer en el mismo indefinidamente, que ser consciente de la eventualidad de la situación.
Y todo ello con una buena dosis de generosidad hacia quien ahora ocupa nuestro sillón aún caliente. Tal vez, si no nos regocijamos de nuestros éxitos tampoco nadie nos recuerde nuestros errores. Lamentablemente, no creo que Aznar o Ibarretxe lean esto.