¿Quieres recibir una notificación por email cada vez que Victor M. Rivero escriba una noticia?
Lo más grande que ha parido Clint
Año: 1992.
Director: Clint Eastwood.
Reparto: Clint Eastwood, Morgan Freeman, Gene Hackman, Jaimz Woolvett, Anna Levine, Saul Rubinek, Frances Fisher, Richard Harris.
Todo pellejo, arrugas y huesos, con los ojos hendidos en el fondo de la calavera de puro remordimiento, un viejo y fatigado porquero cae sobre el inmundo lodo, derrotado por el innoble esfuerzo de batallar contra una piara de cerdos aquejados por la fiebre, mientras un joven desconocido con erradas ansias de gloria le interpela acerca de unas hazañas de deslumbrante y sobrecogedora perfidia que no parece o no desea recordar.
Aseguraba John Ford, tótem absoluto del western, que cuando en el Oeste la historia se transformaba en leyenda, había que imprimir la leyenda. Clint Eastwood, la última (y única) voz autorizada de un género mortecino –poco iba a significar el Oscar a mejor película de Bailando con lobos-, decidía levantar su categórica obra maestra sobre la destrucción misma de la épica de un territorio y de los individuos que lo forjaron sangre y plomo mediante. Su reducción al inclemente verismo que exigen unos tiempos cínicos y descreídos.
En este sentido, las concesiones al espectáculo de ficción quedan sustituidas por una profunda humanidad, punto de partida desde el cual se concibe un conjunto de personajes creíbles, comprensibles y complejos. En la Nebraska del filme, el proverbial valor de los grandes pistoleros no es más que el triste producto del alcohol y la demencia, el sheriff encarna a una reliquia obsoleta incapaz de edificar un futuro civilizado (o lo que es lo mismo, una casa) y los antiguos héroes visten atavíos de charlatanes pomposos y ridículos. Las piedras se clavan en la espalda durante las acampadas, los villanos son un par de inconscientes que llevan mal una afrenta a su masculinidad y toda muerte es patética y miserable.
Figuras equivalentes con el espectador como las del joven y desorientado mercenario –admirador de los mitos del Oeste- y el escritorzuelo encargado de registrar e inmortalizar la leyenda en noveluchas baratas, están destinados a enfrentarse con una realidad tan cruda y cruel que revuelve el estómago.
En consonancia con estas premisas, Sin perdón supone la renuncia de Eastwood a su arquetipo de pistolero anónimo y espectral y, al mismo tiempo, la desmitificación de su carácter implacable y quasi omnipotente, con su hiperbólica violencia puesta en su justa dimensión. William Munny, asesino despiadado, sufre los dilemas morales de sus pecados pretéritos, una vez abiertos los ojos por el matrimonio sanador y la reflexiva viudez. Sin embargo, es difícil adivinar si su empresa vengativa responde a un afán redentor o a los rescoldos agónicos pero aún vivos de la llamada de lo salvaje.
Infierno de cobardes, El fuera de la ley y El jinete pálido habían ido madurando la técnica del californiano desde su influencia primigenia de Sergio Leone y Don Siegel, maestros de referencia en sus primeros pasos, hasta su progresivo acercamiento al clasicismo fordiano. Sin perdón es la máxima expresión del talento innato y la sensibilidad adquirida de Eastwood en su aprendizaje como cineasta: una realización elegante a la par que invisible –el signo de un gran narrador- destinada a dotar de riguroso sentido dramático al relato, a la vez aprovecha el majestuoso escenario natural y la belleza estética del encuadre para acentuar la expresividad lírica de las imágenes –esa poesía del desencanto, la melancolía del ocaso que Ford había patentado casi a modo de marca intransferible-.
La película nace en un crepúsculo y le sigue el estallido de ruido y fuego de una tormenta aún en ciernes: la naturaleza de William Munny queda entonces establecida en solo dos planos. La delicada nostalgia y ternura que impregna los fotogramas se acompañará en lo siguiente de renovados anuncios de tempestad que conducen sin remedio a un desenlace apocalíptico, en el que el odioso pasado se abre paso definitivamente en el presente a golpe de ira y whiskey para componer una secuencia fantasmagórica, nocturna, pavorosa y arrolladora, extraída de un filme de terror.
Sin perdón es la monumental cumbre en la carrera de un autor imponente. Un excepcional pedazo de cine que recupera sensaciones perdidas y turbadoras. La dignificación postrera, aunque sea por vía de un realismo apasionado pero inmisericorde, del género que define el séptimo arte.