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Por más de un milenio, las migraciones y las guerras han dispersado a los serbios a lo largo de las tierras de la antigua Yugoslavia. Los serbios de hoy se debaten entre el deseo –arraigado en su historia– de unir a su pueblo diseminado y el de unirse a Europa, aceptando una Serbia disminuida
Una pareja musulmana pasea por un cementerio de Sarajevo dedicado a los muertos en guerra del ejército bosnio. De 1992 a 1996, las fuerzas rebeldes serbio-bosnias ocuparon las colinas circundantes y abrieron fuego, matando a miles en un intento por forjar un Estado serbio en una Bosnia multiétnica.
Foto de Chris Anderson
En el aislado poblado de Velika Hoca, en el suroeste de Kosovo –una nueva nación o una provincia rebelde de Serbia, según a quién se le pregunte–, la gente aún habla de una pelea que sucedió hace varios años. Fue después de la guerra de Kosovo, que comenzó entre las guerrillas separatistas albanesas y las fuerzas serbias, y concluyó cuando los ataques aéreos de la OTAN azotaron Serbia y a su tiránico presidente, Slobodan Milosevic, hasta su rendición en junio de 1999. Occidente intervino para detener las atrocidades en contra de los albaneses de Kosovo e impedir una crisis de refugiados, suponiendo que la paz reinaría una vez que el dictador y sus combatientes fueran derrotados.
Pero no hubo paz en la realidad de la posguerra. La mayoría albanesa estaba ahora en lo alto, y la minoría serbia se fue al fondo. Las matanzas de civiles continuaron. Y una nueva ola de refugiados, esta vez serbios, salió de la montañosa Kosovo, región de conflictos étnicos endémicos y estancamiento económico.
El día de la pelea en Velika Hoca, en un valle entre las rocosas colinas donde unos cuantos cientos de serbios se atrincheraban, un político local y ex soldado de nombre Bojan Nakalamic –bajo, fornido y arrogante, de menos de 30 años de edad– asestó un golpe a nombre del orgullo serbio. Queda poco de eso en este sitio al que los serbios llaman su antigua tierra de origen.
Según cuenta la historia, varios jóvenes albaneses entraron en el pueblo y prestaron demasiada atención a algunas mujeres locales. El día terminó cuando los albaneses fueron humillados como correspondía y expulsados del reducto serbio. Fue Bojan Nakalamic quien dirigió la golpiza.
Para la gente de Velika Hoca, eso demostró que los serbios aún eran capaces de producir un campeón, un hombre al cual se le temiera. Para mí, entre más me contaban la historia, más sonaba a que Nakalamic era un matón nacionalista.
Así que cuando finalmente lo conocí fue una sorpresa enterarme –en uno de los clásicos reveses alucinantes de los Balcanes– que el tipo rudo que había golpeado a los albaneses por cruzar las fronteras culturales se había aliado políticamente con ellos, uniéndose a su nuevo gobierno y desafiando a Serbia en el proceso. El propósito de Nakalamic no es apoyar al nacionalismo albanés. Sin embargo, como miembro de un pueblo golpeado en una tierra hostil, concluye que recluirse en un gueto serbio significa la perdición. Me dijo, cuidando sus palabras: “Si queremos sobrevivir en Kosovo, tenemos que participar”.
La bandera de la Iglesia ortodoxa serbia, guardiana de la identidad serbia a lo largo de siglos de lucha, lleva el lema: “Sólo la unidad salvará a los serbios”. Se enarbola sobre un pueblo marcado muy profundamente por el pasado. Las guerras y los caprichos de los imperios conquistadores han dispersado a los serbios, que suman más de 10 millones, hacia el sur en zonas de Kosovo (donde permanecen 125 000) y Montenegro; en toda la parte central de Serbia, donde ahora vive la mayoría; el norte de Hungría, y el oeste a lo largo de Bosnia y Herzegovina y Croacia (muchos otros se han dispersado por Europa occidental y Norteamérica). Por siglos han luchado con fervor épico para unir a su diseminado pueblo, definir sus tierras y preservar su identidad única.
Pero la búsqueda de unidad ha llevado a los serbios a fuertes conflictos con sus vecinos del mosaico étnico de los Balcanes y con el resto del mundo. Hoy son vistos como los principales agresores en las sangrientas guerras de los noventa, que desmembraron Yugoslavia. Dado que muchos están implicados en crímenes contra la humanidad –que incluyen limpieza étnica y genocidio en la guerra de Bosnia–, los serbios protestan acaloradamente porque Occidente los señala sólo a ellos, pasando por alto crímenes similares perpetrados en su contra. Ahora se enfrentan a una pregunta desconcertante: ¿qué puede significar la unidad serbia en la Europa del siglo XXI?
La cuestión es tan divisiva para los serbios como inquietante para sus vecinos. Para Nakalamic, la respuesta comienza con cuidar su propio poblado. Así que es el único serbio que ha aceptado un escaño en el consejo municipal de Rahovec (Orahovac), que supervisa a las poblaciones locales, entre ellas Velika Hoca. El consejo le responde a la República de Kosovo, país 90 % albanés que declaró su independencia de Serbia en febrero de 2008, con un fuerte apoyo de Estados Unidos y gran parte de Europa. Para muchos serbios, eso convierte en traidor a Nakalamic.
Luego de que Kosovo arrebató su independencia, los telespectadores de todo el mundo vieron cómo nacionalistas radicales irrumpían en Belgrado, la capital de Serbia, rompiendo ventanas y quemando el símbolo de la arrogante intromisión extranjera: la embajada de Estados Unidos. El gobierno serbio ve la independencia de Kosovo como un desmembramiento ilegal del territorio soberano de Serbia. Le ordenó a los serbios en Kosovo –muchos de los cuales reciben ayuda económica de Serbia– que boicotearan las elecciones ahí, y la mayoría obedeció. Sin los votos requeridos de su distrito, a Nakalamic le falta un voto del consejo, por lo que no puede participar en la preparación de los presupuestos o las ordenanzas.
Sin embargo, muchos serbios parecen resignados frente a las nuevas fronteras y a la posibilidad de una Serbia más pequeña y dócil, a gusto con sus vecinos. “La gente hace manifestaciones, pero nadie cree realmente que recuperaremos Kosovo”, dice Marina Alavanja, una joven que conocí en Belgrado cuando ella y su prometido, un caribeño de Nueva York, tomaban unas copas en una elegante calle de Belgrado. Alavanja, estudiante en Florencia, es la clase de serbia liberal con miras a internacionalizarse, en la que los gobiernos occidentales tienen puestas sus esperanzas. Tras la independencia de Kosovo y las revueltas resultantes, los votantes serbios, en la primavera de 2008, sorprendieron al mundo lanzando al poder a un gobierno pro Unión Europea que prometió buscar a los criminales de guerra serbios, prueba de la creencia ampliamente difundida según la cual la mejor esperanza del país para el crecimiento económico y cultural está en Occidente.
Pero los forasteros no deben confundir nunca la resignación con la aceptación, dice Alavanja. “Es el orgullo serbio –afirma–. No podemos decir: ‘Claro, tomen Kosovo. Hágannos lo que quieran’. ¿Qué clase de gente seríamos?”. Srdja Popovic, abogado de derechos humanos que persigue criminales de guerra serbios, dice que la brecha entre nacionalistas recalcitrantes y demócratas occidentalizados, incluido el presidente serbio, Boris Tadic, no es tan grande como pensarían los extranjeros. Para Popovic, los partidos principales se aferran en cierta medida al ideal de unificar las tierras habitadas por los serbios –catalizador de la guerra en los noventa–. “Sería generoso decir que este país está dividido entre demócratas y nacionalistas. En realidad, rige el ideal nacionalista”.
También una obsesión con el pasado, una narrativa del sufrimiento y valor nacionales. “Los pueblos pequeños suelen ser víctimas de la injusticia”, reflexiona Dragoljub Micunovic, figura de la oposición durante los años de Milosevic que hoy es un demócrata de alto rango. Micunovic cita la anexión de Bosnia (hogar de muchos serbios) en 1908 por parte del Imperio Austrohúngaro. Aunque indignada, Serbia tuvo que acceder. Pero en 1914, el serbio-bosnio Gavrilo Princip contraatacó asesinando al príncipe heredero de Austria en Sarajevo, lo que inició la Primera Guerra Mundial. Es posible que la mitad de la población masculina serbia en edad militar haya muerto en la guerra, pero el imperio que los ofendió quedó destruido; en la Serbia actual, Princip es un héroe.
Ahora la zona cero para el martirio serbio es Kosovo. Para los serbios del ala derecha, los políticos como los demócratas que se rehúsan a combatir por ella con uñas y dientes son como Judas. La imagen religiosa de la calumnia es intencional, pues muchos serbios consideran a Kosovo su sede espiritual. Slobodan Milosevic explotó este sentimiento en los ochenta. Llegó a la presidencia en parte porque se subió a la tribuna del aplastante poder albanés en Kosovo, y murió en 2006, durante su maratónico enjuiciamiento por crímenes de guerra, que incluían violencia en contra de los civiles albaneses de Kosovo. Es difícil juzgar si lo que mueve a algunos serbios a llamar a Kosovo su Jerusalén, y a otros su Calvario, es el aura persistente de su ofensiva propagandística o una auténtica veneración cultural.
En la colina al oeste de Velika Hoca, debajo de un puesto de observación controlado durante casi una década por fuerzas de paz de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, hay un cementerio con vista panorámica: junto a racimos de viejas casas y viñedos en la ladera de la colina que abastecen la vinatería del pueblo, propiedad del monasterio serbio ortodoxo, más de una docena de pequeñas iglesias salpican el valle. Algunas de ellas son tesoros medievales adornados con antiguos frescos de la vida de Cristo, iconos de santos, el Juicio Final. Nadie, incluyendo al sacerdote local, puede explicar por qué a lo largo de los siglos se le ha dado tanto peso sagrado a este sencillo lugar agrícola.
Algunas iglesias del pueblo, comenta Bojan Nakalamic, se construyeron en el siglo XIV durante el reinado del rey Stefan Dusan, su máximo gobernante, quien construyó el imperio serbio más grande que haya habido antes o desde entonces. Kosovo estaba en su centro cuando Dusan se autonombró “emperador y autócrata de los serbios y griegos, los búlgaros y los albaneses”.
A sólo unas cuantas décadas de la muerte de Dusan, en 1389, un ejército de quizá 25 000 serbios se enfrentó a una fuerza otomana superior en el campo de Kosovo y perdió, lo que muchos consideran una derrota gloriosa. Serbia se marchitó frente a la expansión del Imperio Otomano, que borró al país del mapa en poco más de un siglo. Pero la Batalla de Kosovo sobrevivió en la literatura y las canciones serbias como símbolo de la lucha contra la dominación extranjera.
Serbia reconquistó su independencia en el siglo XIX y volvió a tomar Kosovo en el XX, durante el colapso del Imperio Otomano. Pero tantos años de dominio turco no sólo formaron el sentido de persecución de los serbios, sino que también los dispersaron por los Balcanes occidentales. Al final del siglo XX, la historia volvió a cambiar su curso al colapsar Yugoslavia. Muchos de los descendientes de aquellos que habían huido del reinado otomano comenzaron a volver, añadiendo un nuevo capítulo a la historia del sufrimiento serbio.
Sin embargo, lo que el mundo recuerda es el sufrimiento causado por los serbios. En la vieja sección turca del mercado en la capital bosnia, Sarajevo, un hombre llamado Dragan Tanic me tomó del brazo y me volteó hacia las colinas que daban al sur. “Durante la guerra, si te parabas aquí 10 segundos en el día equivocado: ¡bum!” –me golpeó en el pecho para indicar que acababa de ser asesinado por un francotirador–. El serbio en las montañas te mata. Un día normal en Sarajevo”.
El leve giro inesperado es que el propio Tanic es serbio. Igual que varios miles de serbio-bosnios alrededor de Sarajevo, Tanic tomó las armas en contra de las fuerzas serbias que sitiaron la ciudad poco después de que Bosnia declaró su independencia de Yugoslavia, en 1992. En esas circunstancias, la herencia religiosa era menos importante que quien le estaba disparando. “Atacaban mi hogar, y si alguien ataca mi hogar, yo me defiendo”.
Servios
Pero él pertenecía a la minoría. Otros serbio-bosnios –que no están dispuestos a vivir en un país dominado por bosnios musulmanes, o bosniaks– eligieron luchar contra la independencia bosnia. Estaban al mando del arsenal del Ejército del Pueblo Yugoslavo e invadieron 70 % de Bosnia en los primeros meses de la guerra, forzando a la población no serbia a dejar las tierras conquistadas. El orden del día era limpiar el territorio de las poblaciones minoritarias problemáticas, no aptas para su inclusión en una Serbia unificada.
A finales de la guerra, la limpieza étnica degeneraría en una simple matanza alrededor del pueblo de Srebrenica, en el este de Bosnia. Ahí, las fuerzas serbio-bosnias asesinaron a 8 000 hombres y niños en su mayoría civiles bosniak –fusilando a algunos y cazando a los que intentaban escapar–. Fue el episodio más sangriento en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el primer caso de genocidio en el continente que la Corte de Justicia Internacional dictaminó desde el Holocausto.
Srebrenica fue un suceso decisivo en la historia moderna de los serbios. Aunque después la corte dictaminó que la propia Serbia no estuvo directamente implicada, los serbio-bosnios que lo llevaron a cabo contribuyeron a que todos los serbios sean vistos como asesinos sedientos de sangre, dañando los intereses nacionales, tal vez más de lo que cualquiera de sus enemigos hubiera podido.
Al terminar la guerra en 1995, y poco después también el sitio de cuatro años de Sarajevo, Bosnia quedó más o menos bien dividida entre grupos étnicos. Hoy, aunque en cierto modo la mayoría se lleva bien, los líderes étnicos riñen continuamente. Los políticos bosniak reprueban el separatismo serbio y a los criminales de guerra aún libres, mientras que los líderes de los serbios –37 % de la población de Bosnia– reprenden a los bosniaks con su retórica sobre la secesión. En la capital, la mayoría de los serbios se ha esfumado hacia las partes de Bosnia controladas por ellos, y los bosniaks huyeron en dirección opuesta. Sarajevo conserva una pátina de multietnicidad –Tanic y su esposa croata musulmana, Sanja, son un ejemplo–. Pero, en realidad, hoy es más que nada una ciudad musulmana homogénea.
Arriba, donde confluyen el Danubio y el Sava en Belgrado, la enorme fortaleza Kalemegdan resguarda una colina donde acamparon soldados romanos. Más tarde, los imperios extranjeros que gobernaron esta tierra utilizaron el castillo como puesto fronterizo. Debajo está la gastada elegancia de las calles de la Ciudad Vieja de Belgrado –salpicada de edificios aún en ruinas por los ataques aéreos de la OTAN durante la guerra de Kosovo hace una década–. Hacia el Oeste, cruzando el Sava, se encuentra Nuevo Belgrado, cuadrícula urbana anónima y en expansión que se construyó después de la Segunda Guerra Mundial. Y en las afueras de la ciudad hay un pequeño campo arbolado y pacífico que aloja a los refugiados serbios que huyeron de los nuevos países formados a partir de la desintegración de Yugoslavia.
Una de ellos es Maritsa Stula, mujer tranquila y pequeña, de cincuenta y tantos años y sonrisa distante. Su hogar era Osijek, ciudad croata 160 kilómetros al norte de Belgrado, en una región donde, hace siglos, los gobernantes austriacos les dieron tierra y libertad religiosa a los serbios que habían huido del mando otomano si accedían a defender la frontera militar contra los turcos. Para los setenta, cuando Stula comenzó a construir una familia en Osijek, ambos imperios ya se habían extinguido mucho tiempo atrás, pero más de 600 000 serbios ortodoxos –cerca de 14 % de la población– vivían en la Croacia romana católica.
En esos días, dice Stula, a nadie le importaba quién era croata y quién serbio. Yugoslavia era fuerte y próspera, y el presidente vitalicio, el mariscal Tito, aún tenía el poder en sus hábiles manos y todos los yugoslavos eran iguales. Así que le pareció incomprensible que sus vecinos hicieran caso cuando, en el ocaso del mandato de Tito, las trompetas del nacionalismo comenzaron a sonar en Belgrado y la capital croata, Zagreb. Los serbios contaban cómo, 50 años antes, los croatas aliados con los nazis los habían confinado en campos de muerte y exterminado por cientos de miles. Se preguntaron si pronto habría nuevas masacres. Los croatas hablaban de la persecución en Yugoslavia por parte de los comunistas serbios, quienes conspiraban para apropiarse de los miles de kilómetros cuadrados en el corazón de Croacia para la Gran Serbia. El poder de los políticos nacionalistas creció por toda la tambaleante Yugoslavia, y la vida en Osijek se descompuso. En 1990, los serbios en otras partes de Croacia declararon su independencia, expulsando a los croatas de sus casas a lo largo de casi un tercio de la república. Entonces, en junio de 1991, Croacia votó para separarse de Yugoslavia.
Al mes siguiente, un vecino croata angustiado apareció frente a la puerta de Stula; hombres rudos le habían ordenado que matara a la familia de ella si no se iban de inmediato. No eran las buenas personas de Osijek, sino gente del campo enojada –tal vez habían perdido sus propias casas, dice Stula–. Abordó un autobús en dirección al este con sus tres hijos; su esposo los alcanzó después, y no ha visto su casa desde entonces.
Stula formó parte de una primera oleada; cientos de miles más huyeron al final de la guerra croata por la independencia, cuando las fuerzas croatas invadieron las regiones serbias disidentes con apoyo logístico y aéreo de las naciones de la OTAN. Los cientos que se quedaron atrás, en su mayoría ancianos, fueron asesinados después.
Para 2008, Serbia había albergado a casi 320 000 desarraigados de los rincones lejanos de la ex Yugoslavia. Cerca de 200 000 vinieron de Kosovo, donde la respuesta de Milosevic al bombardeo de la OTAN había sido un extraño plan para vaciar de albaneses grandes secciones de la provincia. Cuando Milosevic se replegó y más de 850 000 exiliados albaneses volvieron de los campos de refugiados en el extranjero, muchos serbios huyeron, conscientes de que ahora serían el blanco. Más fueron expulsados después, pese a las fuerzas internacionales de paz, que en ocasiones no pudieron hacer nada cuando multitudes furiosas atacaron a civiles desarmados.
El resto vino de Croacia, como Stula, o de Bosnia. Stula habla con nostalgia de su hogar perdido, pero dice que las cosas podrían ser peores. Encontró un trabajo como cocinera en un restaurante de Delta City, nuevo centro comercial de lujo abierto en 2007 por el hombre más rico de Serbia. Gracias a las reformas económicas de los gobiernos posteriores a Milosevic, la economía de Serbia se ha recuperado con fuerza, con un crecimiento promedio de 7 % en los años recientes. Los ingresos personales aumentan y el centro comercial se llena a diario. Es el mejor trabajo pagado que Stula ha tenido. Pero si puede ahorrar dinero para obtener papeles de la UE y poder viajar, planea irse de Serbia para siempre, quizá a Inglaterra, donde su hijo mayor se ha matriculado en la universidad.
Cuando supo mi nacionalidad, Stula me dio unas palmadas en el brazo, consolándome, como si le diera pena ser ella quien me diera la noticia. “América. Ne dobra. Ne dobra”, me dice. No es bueno, no es bueno. Me preguntó por qué Estados Unidos sacó a la gente pobre de sus casas en Kosovo. “Bill Clinton, ne dobra. Albright, Rice, ne dobra. Bush…”.
Una noche, en una fiesta en un bote-casa sobre el Sava en Belgrado, la reprimenda fue menos dulce y la sensación de queja mucho más cruda. Dos jóvenes de pelo largo y caras rojas me invitaron a adivinar cuántas toneladas de municiones de uranio empobrecido había arrojado Estados Unidos en su país en 1999, y cuántos casos de cáncer podrían resultar de ello. Uno me preguntó si sabía de los civiles serbios muertos en el bombardeo estadounidense en la guerra de Kosovo. Seguro que no, adivinaron, pues, de hecho, los medios de Estados Unidos censuran los materiales en los que los serbios no aparecen como los nazis de hoy. Se fueron más atrás, reseñando las tragedias de las dos guerras mundiales. Uno de los dos –que habla inglés y podría pasar por un ciudadano veinteañero de cualquier urbe europea– parecía al borde de las lágrimas. ¿Realmente tenía yo idea de todo lo que habían sufrido los serbios?
Hay un poblado al oeste de Serbia llamado Sljivovica, que es el nombre serbio del brandi de ciruela conocido como slivovitz en los países angloparlantes. Pertenece a la gama de licores a base de frutas con el nombre de rakia, esencial en la vida social de los serbios y otros yugoslavos, bebida con la que se brinda entre amigos.
Pero ahora que Serbia está a punto de obtener su membresía de la Unión Europea, y en medio de los intentos por conciliar sus leyes con los estándares europeos, ¿puede sobrevivir la verdadera rakia serbia? La producción de licores está fuertemente regulada en la UE, lo que favorece a grandes compañías destiladoras, mientras que la rakia más preciada es casera.
Sljivovica parecía un lugar adecuado para hallar la clase de productores domésticos de rakia que podrían tener miedo de unirse a Europa. Unos hombres que tomaban café en una kafana cerca de la carretera señalaron un camino estrecho que sube por una colina cercana.
Junto a la última casa del camino, dos hombres, uno joven y uno viejo, trabajaban en un alambique ennegrecido. Ostoja Stanic, de 80 años, alimentaba el calentador, mientras que Milan Stanic, de 32, vertía cubetas de ciruelas fermentadas en una olla. Le pregunté a Milan Stanic si la burocracia de la Unión Europea podría cerrar esta pequeña destilería.
Prosiguió en inglés para enfatizar: “We want EU” (“Queremos a la Unión Europea”).
Presumió unos nuevos barriles de roble –cada uno con capacidad para miles de litros– cerca de un edificio de concreto a medio terminar. La familia Stanic estaba a punto de expandir su producción, dijo. Ya se había empezado a construir una destilería más grande. Milan había consultado a expertos agrícolas acerca de la cosecha de ciruelas de la familia y había investigado sobre la destilación en internet. Señaló una botella imaginaria frente a él, trazando las líneas de su etiqueta con el dedo: “sljivovica de Sljivovica”.
Conforme el país se acerque a Europa, dijo, se abrirán nuevos mercados y la gente que sólo podía encontrar slivovitz industrializado pronto probará el verdadero. En la bodega de la casa, Milan aspiró de un tubo de plástico y vertió con el sifón rakia añejada en una botella de dos litros.
Ostoja Stanic habló de la guerra de su propia juventud y de las confusas hazañas fraticidas de dos grupos rivales de combatientes de la resistencia antinazi: los chetniks, fieles a la monarquía serbia, y los comunistas comandados por Tito, líder de Yugoslavia a la larga. Los chetniks solían cortarle la cabeza a la gente por aquí, dijo. Para el adolescente Ostoja, los verdaderos héroes eran los partidarios de Tito, quienes de manera heroica resistieron en la ciudad cercana de Uzice en contra de los alemanes, a pesar de que era una causa perdida. Sin embargo, supe que a unas horas en auto había otros viejos que podrían decir cómo los combatientes de Tito masacraron a los inocentes en ese lugar. Una rebanada perfecta de historia serbia: empapada en sangre y valentía, con pocos finales felices o verdades indiscutibles.
Pero Ostoja Stanic sólo hacía plática para entretenerse. Su verdadero negocio consiste en fabricar rakia. Me pasó la botella de dos litros de slivovitz, me palmeó la espalda cuando quise pagar y se fue a llenar con leña el alambique humeante.