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Te invito a leer la historia de la amistad entre un chico y una atracción de circo
Me adentro en una calle que no tiene nombre porque, hasta hace unos días, no llevaba a ningún lado. Es un camino de lodo y basura. La fetidez es fuerte: tapo mi nariz y avanzo, lento, pero con convicción.
«¿Qué hace un niño solito por aquí?», preguntan unos vagabundos. Por un momento creo que me raptarán. Desisten al verme caminar. «¿Quién chucha va a dar una monedita siquiera por un pelado cojo?». Dice uno. «¡Véanlo!, si parece que hasta el viento lo tambalea». Comenta otro y se echan a reír.
Lejos, donde el suelo retoma su vigor pues no hay pueblo que lo corrompa, se alza una lona circular roja y blanca con techo azul de dos puntas. Adentro, hallo butacas vacías. Espero a que alguien aparezca.
Llega un hombre exageradamente alto y con largo bigote. Mi presencia no lo sorprende. ¿Qué puede sorprender a un hombre de circo? Me digo. Le pido que me acepte como nueva atracción, que en la escuela se burlan de mí y los pueblerinos no me quitan los ojos de encima mientras ando por la calle. El bigotón me invita a dar un paseo, salimos por la parte trasera del circo hasta un campamento. En una tienda duerme un hombre con piel de bronce. «Se llama Inca», informa el bigotón. Más allá hay una mujer de piel oscura, parece estar rezando en un idioma que desconozco. «La Mandinga», dice el bigotón. Sobre una mesa, un hombre sin brazos ni piernas come de un cuenco, ni nota mi presencia. Otro toma un pedazo de vidrio y lo mastica diez veces antes de tragar, luego me sonríe. «¿Has visto suficiente ya? Cojear no basta». Dice el bigotón. Le digo que puedo ayudar en otras cosas, recogiendo dinero o limpiando. «No, pelado, lo siento, con esa cojera tardarías el triple de tiempo que otros». Contesta.
Al notar mi pesar, el bigotón me da permiso de deambular por el lugar. Me pierdo en la mirada triste de las jirafas y elefantes, y en las manchas del tigre. De pronto, oigo un ruido debajo de una mesa. Me agacho para ver mejor. Encuentro un cuerpo peludo. Tras el pelo de la cara reconozco facciones humanas. Muestra sus colmillos. El hocico le apesta a carne cruda. Alguien se refiere a ella como «la niña lobo».
Acaricio su pelaje. De la nada sale asustada por unos gritos. Reconozco la voz de mi mamá. Su mano fuerte me agarra del pelo y me saca del circo exclamando: «¡Carajo, tienes doce años, no puedes desaparecer sin avisar!».
Al principio, mamá se rehúsa a dejarme regresar al circo, pero al ver la gran cantidad de asistentes me da permiso de ir a vender canguil y golosinas con papá.
Empiezo a cuidar a la niña lobo: separo unas monedas para comprarle carne y la peino con un cepillo. Con el tiempo le enseño unas cuantas palabras, aprende a decir «hola», «yo», «chao», «tú», y me llama «Ed», por Edmundo. Le doy un verdadero nombre: Leovanna.
Empiezo a cuidar a la niña lobo: separo unas monedas para comprarle carne y la peino con un cepillo
La popularidad del circo aumenta, se empieza a montar el espectáculo en pueblos vecinos.
Leovanna y yo crecemos. Cuando el circo está en el pueblo salimos a pasear. Hay muchachos que nos insultan, y a veces, hasta nos lanzan lodo y piedras. No prestamos atención a esos imbéciles porque están influenciados por sus padres prejuiciosos cuyo temor les hace odiar ciegamente a lo distinto.
Un día, el bigotón, cansado ya de trabajar tanto, decide solo ser maestro de ceremonias y me pide que trabaje en el circo. Ahora llevo el inventario de los aparejos y las cuentas de la boletería. Noto que Leovanna derrocha más alegría ante el público, imagino que eso se debe a que estoy siempre viéndola.
Meses más tarde. Una noche, después de la función, un carro atropella a Leovanna. Mi rostro hace una mueca de horror al ver su cuerpo rodar hasta estrellarse con un poste. Quedo devastado. Mi tristeza es la suma del que ha perdido a una hermana humana y animal.
Hoy nos llega la noticia de que, en un circo lejano, un león le ha arrancado el brazo a una señora. Empezamos a perder popularidad. El auge del cine y del teatro terminan por sepultar el negocio.
Años pasan, me caso y tengo hijos. Una terapia erradica casi toda mi cojera. A veces veo un perro corriendo y me acuerdo de mis días en el circo y de Leovanna.
Poco a poco, los circos van recobrando audiencia.
Me gustan las caminatas. Cada vez que salgo, mi esposa bromea: «¿Vas a encontrarte contigo mismo?». Y ríe. Esta ocasión, sin darme cuenta, me detengo en una calle. «¿Se dirige al circo?». Pregunta una hombre de por aquí. «¿Va al circo como aquel muchachito?». Dice y apunta con la mano. Al mirar hacia allá, encuentro un cuerpo pequeño, va a paso lento y viste ropa vieja. Aunque no cojea, sé que el niño soy yo de otra época. No le hablo, pero hace que me pregunte a quién habría visto yo de haberme volteado, hace tanto tiempo ya, cuando iba por primera vez al circo a cruzar mi vida con la de Leovanna.
Este texto aparece en la revista ecuatoriana Matapalo.