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Carón, por Gustave Doré
De Dracón se sabe que fue él quien dio el primer cuerpo de leyes a los griegos. La Historia registra que estas normas eran tan severas como jamás ha habido otras. Cuentan que en una ocasión preguntaron al legislador el por qué de tanta severidad, a lo que él respondió: es que a las faltas leves encontré dignas de la muerte, pero me fue imposible encontrar el castigo adecuado para los delitos. Gracias a la ley draconiana el holgazán y el ratero lo mismo que el homicida eran condenados a morir.
Pero a Carón nada de eso le importaba, para él la causa de la muerte del individuo era lo de menos. Su misión era transportar las almas a la última morada. Bastaba con que recibiera la moneda debida de la boca del muerto para llevarle a través del Aqueronte y el Estigia. Pero si el muerto permanecía insepulto, lo cual era considerado como la máxima desgracia entre los griegos, lo dejaba vagando por un ciento de años. Este guardián era tan celoso de no permitir el cruce a quien no debía, que ni siquiera el llanto de Orfeo le conmovió. Mas hay quienes aseguran que en una ocasión un poeta tocó su corazón.
No existe un solo dato que permita tener la certeza de la existencia del bardo, ni una sola de sus obras, ni la más mínima mención sobre él en los escritos de los antiguos griegos. Es por ello que hay quienes aseguran que jamás existió y que se trata de una invención. Sin embargo, quienes aseguran lo contrario cuentan que era nativo de Quío, y lo ubican como contemporáneo de Póllux. Su verdadero nombre es tan misterioso como su propia persona, pero aseveran que se hacía llamar Eulalio en memoria de un esclavo suyo venido de las Hesperias a quien el poeta tenía gran estima.
Los que niegan su existencia argumentan que este hecho es de lo más absurdo que se pueda concebir, cómo un ciudadano iba a tomar el nombre de un esclavo. Además de lo anterior aducen el nulo hallazgo de la supuesta obra maestra del poeta la cual, aunque sólo unas cuantas personas tuvieron la fortuna de leer, se supone que le dio gran fama y prestigio. Se trata de un poema que dedicó a la más bella de las mujeres de su natal Quío. Ella, hija menor de un legislador opaco, junto con las pocas personas a quienes mostró la obra de Eulalio se encargaron de propagar la excelencia del poema.
La expresión popular de que Dracón escribió sus leyes con sangre no es sino retórica pura. No fue así con aquel poema. Veintitrés años de edad tenía el bardo cuando con su propia sangre escribió aquellos versos en los que le declaraba su admiración y amor eterno a la mujer. Se sabe que en el último renglón le juraba que su alma habría de morir el mismo instante en que dejara de amarla.
Versos y sangre, además de la galanura del joven, fueron suficientes para que la bella joven sucumbiera a las pretensiones de amor, y durante seis meses se entregaron a su pasión. Un poco después se separaron hastiados de la rutina para luego de un corto tiempo olvidarse mutuamente.
Los años pasaron como un suspiro. El poeta era ya un viejo solitario y amargado, aquellos versos escritos con su sangre habían sido devorados por las flamas y el desdén, y la belleza de la mujer que los inspirara no era más que una nostalgia que ella mantenía. Pocos días antes de su muerte, como un doloroso presagio, el poeta tomó una moneda y con ella escribió en el frente de su casa:
La muerte no es un personaje sino un lugar; O dónde he de descansar.
Eulalio murió una noche de verano, en su mano sostenía la vieja y desgastada moneda con que escribiera su epitafio. Pero su cuerpo murió mucho después que su alma; su alma él la había matado cuando la mujer leyó su juramento de amor eterno. Era tan grande su soledad que no hubo quien le colocara la moneda en la boca. Mucho menos hubo de ser sepultado. Y así, insepulto y sin alma, habría de enfrentar a Carón.
A la luz de la luna llena, un poco antes de que la aurora anunciara la llegada del sol, arribó el cuerpo a la orilla del Estigia. En silencio, ante los ojos del guardián de las sombras, se remojó en sus aguas, luego abordó la barcaza y tendió su mano a Carón, ofreciéndole la moneda. Éste, que conocía la historia del poeta, recogió su paga y, parsimonioso e impasible, lo llevó a la última morada de las almas.
El cuerpo de aquel hombre que mató a su alma fue el único que en realidad conoció a Carón.