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Afinando la vieja guitarra
Volví a Palafrugell, al mas de Ermedàs.
Tenía la absoluta convicción de que aquellos pagos eran mi lugar ideal para vivir, donde tendría la posibilidad de desarrollar mi manía de vivir en libertad: hacer música, pintar, comer cuando me viniera hambre, dormir cuando tuviera sueño, pasear por los bosques, prados y marina y disfrutar de esa belleza natural. No me lo podía perder de ninguna manera!
Mi primera sorpresa fue justo al entrar en la masía. Mis compañeros del pasado verano ya no estaban y, en lugar de ellos, encontré una pareja de artesanos que había conocido tiempo atrás. Ahora ellos eran los arrendatarios. A pesar de no querer compañía, conmigo hicieron una excepción y me permitieron ocupar mi habitación hasta que encontrara otro lugar para vivir. Acepté hacer de masovero eventual, ya que ellos sólo venían los fines de semana.
Cuando abrí los ventanales de la habitación pude ver el huerto que había hecho a finales del verano. Coles, brécol, escarolas, espinacas ... todo estaba listo para ser comido. La lluvia del otoño había sido suficiente para su crecida.
Al día siguiente fui a saludar a los vecinos, en conjunto una treintena si llegaba repartidos en varias masías, pidiéndoles información sobre alguna casa donde poder ir a vivir.
Pasadas unas semanas ya estaba instalado en un mas próximo. Medio destartalado, rodeado de zarzas, goteras en el tejado, dos mesas, cuatro sillas, sin luz, ni nevera ni cocina. ¡Cuántas veces me viene a la memoria los miles de velas que quemé cuando estudiaba en aquellas largas noches de invierno!. El nido de respetados búhos, instalados en el tejado, me hacía compañía en la noche y el rayo de luz del faro de entraba en la oscuridad por la ventana de la habitación.
Una soleada tarde de febrero, después de comer, decidí llegarme hasta Calella y enfilé el antiguo camino, que ahora desemboca en un lugar ocupado por un horripilante bloque de pisos, que se ve desde muy lejos, y que se ha mal llamado "La colina del Sol".
Quería encontrar al cartero para arreglar mi correspondencia y, claro, llegar a Ca la Raquel. Tenía la esperanza de encontrar a alguien de aquel grupo y, esta vez, llevaba la guitarra.
No se oía música desde fuera del bar y, una vez dentro, sólo estaba la señora de detrás del mostrador, medio dormida, lavando tazas, platillos y vasos. Me reconoció enseguida y yo le pregunté por Alejandro y el grupo:
- Alejandro trabaja de carpintero y los otros sólo vienen de vez en cuando. El invierno no acompaña mucho.
Leí el diario - hacía meses que no leía ninguno - y al cabo de un rato dirigí mis pasos hacia la desierta plaza del Port. Me senté bajo las bóvedas, con el mar a dos metros y pasé un largo rato escuchando las pequeñas olas. Me di cuenta de que el bar de Can Batlle estaba abierto. Entré por primera vez. Detrás del mostrador había un señor mirando la televisión. Nadie más. Más adelante supe que era Tomás.
Cuando me vio entrar con la guitarra me dijo sorprendido:
- ¿Dónde vas con la guitarra chico? No corre nadie en invierno por aquí. Ahora, hasta la semana Santa no comenzará a animarse.
Nos conocíamos de vista del verano. Recuerdo haberlo visto varias veces sentado en la terraza del bar, pasada la medianoche, cuando yo ya había recogido el puesto. Él tomaba el fresco, descansando de lo que seguramente había sido un largo día sirviendo bebidas y comidas.
Me senté en un taburete de la barra dejando la guitarra encima de una mesa. Tomàs, con bondad, me sirvió una cerveza y él tomó un traguito de whisky encendiendo el veinticinco Ducados del día.
El respetuoso silencia duró poco. Tomás bajó el volumen del televisor y me pidió que tocara algo con la guitarra. La saqué de la funda, la afiné y, sin más cumplimientos, toqué un par de temas clásicos y alguna canción mía.
- ¿Y habaneras no tocas? -me dijo.
- No sé muy bien lo que son y quiero aprender- contesté.
- Pues estás en el pueblo de las habaneras, por si no lo sabías.
Salió de detrás del mostrador y de pie, encarado hacia mí, se puso a cantar: una sobre un tango y una puñalada, una sobre la pérdida de Las Filipinas, una sobre caracoles de Platja d'Aro, una sobre un negrito, una sobre un naufragio ... Yo me quedé embobado escuchándole. Intenté seguirlo con la guitarra pero no lo conseguí.Aquella manera de cantar y aquellas canciones eras algo nuevo para mí. Tomás, por la cara que ponía, me dio a entender que se lo estaba pasando muy bien, a pesar de la escasez de público. Cantar le salía de dentro. Después de media docena larga de canciones dio por acabado su recital y me dijo:
- Deberías venir los sábados a la noche o los domingos por la tarde, que es la hora que vienen los cantores - me dijo unos cuantos nombres que yo no conocía- todo depende del tiempo que haga, en invierno ya se sabe- concluyó; volvió detrás del mostrador, tomó otro y encendió otro cigarrillo.
Volví a enfundar la guitarra, no me dejó pagar la cerveza y me despedí, diciéndole que procuraría venir.
Me encaminé de nuevo hacia el mar, para sentarme un rato y tratar de asimilar aquellas canciones. El mar estaba calmado y las algas salían de las rocas.
- Son las mermas - oí que me decía un anciano pescador, a quien también conocía de vista- pero cuando cambie la luna podría ser que vinieran mal dadas - añadió subiendo escaleras arriba hacia el centro de la villa.
Todavía quedaba un buen rato de claridad y decidí ir por el camino de ronda hasta El Golfet y desde allí coger otro camino hacia Ermedàs. Mientras caminaba, silbaba una melodía. Pensaba en el próximo sábado, al volver a Can Batlle, con qué y con quién me encontraría ...
Llegué al mas Can Roquer, a casa. La chimenea aún tenía calor. Añadí leña para hacerme la cena. La olla de escudella, un par de tostadas y un trozo de queso.
Después de cenar cogí la guitarra. Aún mantenía frescas en mi memoria alguna de las melodías que me había cantado Tomàs. Ahora sólo era cuestión de aprenderlas y tocarlas. Así me pasé horas. Pasada la medianoche, cuando mis amigos búhos hacían de las suyas para el tejado, me fui a dormir.
Sentía alegría por dentro. Había aprendido algo nuevo. Algo que me gustaba.