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Se supone que Scott Fitzgerald, la noche que conoció a su esposa, le recitó la siguiente máxima:
Se supone que Scott Fitzgerald, la noche que conoció a su esposa, le recitó la siguiente máxima: "No hay más higiene válida que el exceso". Y claro, el escritor norteamericano era tan amigo de la botella como del jazz y la buena literatura. En lo cual seguía una larga tradición de literatos -aún vigente, por lo demás- para quienes el alcohol u otras sustancias eran no sólo una parte inextricable de sus vidas, sino de su obra. Una lista para nada exhaustiva, y sin orden cronológico o de peso literario, incluiría a Beaudelaire, el poeta que hizo del ajenjo una de sus musas; a Hemingway, que bebía como un cosaco; a Kerouac y Bukowski, que bebían, fumaban, inhalaban o se inyectaban lo que estuviera más a la mano; incluso a Neruda, que tuvo su etapa de "experimentación" con el opio mientras vivió en oriente (como cónsul de Chile, nada menos). Y así muchos más que nos han brindado lecturas inolvidables. Pero los hubo, y los hay, para quienes los estimulantes de cualquier tipo no estaban en el menú. Desde un verdadero asceta, como Tolstoi, que con suerte comía zanahorias, al muy vigente Murakami, que trota todos los días como malo de la cabeza; desde Nicanor Parra, que por algo ha llegado a los 95 años, a Vargas Llosa, conocido por llevar una vida sana. ¿Quiénes son "mejores"? ¿Los partidarios del exceso o sus colegas de hábitos más moderados? La pregunta es ociosa, claro, pero...
Se supone que Scott Fitzgerald, la noche que conoció a su esposa, le recitó la siguiente máxima:
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