Fui a ver al Coronel porque Rafa me avisó que lo había visitado hace unas semanas y que estaba realmente mal. Muy deprimido. Hecho mierda. Rafa pensaba que en cualquier momento podía morir. De la nada. A mí no me importaba el Coronel, ni Rafa ni nadie de esos, pero ellos, sobre todo Rafa, confiaban en mí. En que yo era el único que podía abofetear, metafóricamente hablando, el alma del Coronel e impedir que muriera en cualquier momento. Así me lo dijo Rafa, y también Oscar; los dos me dijeron: Petrozza, tú eres el único que puede impedir la muerte del Coronel. Rafa por llamada y Oscar por mensaje. Y yo les respondí: no mames, nadie puede evitar la muerte de nadie, no seas pendejo. Y Rafa dijo: ¡A eso me refiero, viejo, a que sólo tú puedes detectar esas pendejadas en las personas, ese tipo de cosas, no sé, esos sentimentalismos patéticos y sacar a la gente de su nube de estupidez! Como acabas de hacer conmigo, ja. Le dije que me invitara una cerveza y me contara todo sobre el Coronel y eso, y que si yo sentía que podía hacer algo por él, lo haría, pero si no, no, y no quería que volviera a joderme con el cuento ese. Aceptó.
Bueno, resulta que el Coronel estaba a punto de morir. Sí, de verdad. Le detectaron cáncer en el estómago y estaba tan deprimido que no había jalado la palanca del excusado de su casa hace cuatro días. Se cagaba ahí y no jalaba la palanca porque decía que el olor a mierda era lo único que le hacía sentir vivo y que lo prefería al puñetero olor a muerte inminente con que lo rociaban todos los días los médicos al darle más y más noticias malas. Él no quería atenderse, así que los médicos le insistían por teléfono que si no lo hacía moriría en tres semanas, seis a lo mucho. Su habitación y toda su casa olían a sus desechos. Ni siquiera el gato lo pasaba bien ahí. Y eso que el gato tenía más o menos la misma actitud de no limpiar su arenero en días y cagarse encima de su propia mierda si el Coronel o cualquier humano no lo limpiaban por él. Vaya, le dije, creo que te estás pareciendo mucho a tu gato. Le expliqué el por qué y río. Fue un buen comienzo. Pero no pasamos de ahí. Hasta llegué a pensar que su risita sólo fue un intento de aparentar para que yo no descubriera su verdadero estado, que era peor que el que de por si aparentaba. Un pésimo e infructuoso intento, claro. Incluso él, al borde de la muerte, no quería que yo, Petrozza, el escritor fracasado, pero que de algún modo Rafa y los demás respetaban, sospechara su decadencia.
En fin. Me dije: es cuestión de tiempo, es cosa de unos minutos. Dentro de poco estarás acostumbrado al olor y no lo olerás. Siéntate junto a este hombre y haz como si su mierda no te afectara. Trátalo como a uno más, no les des importancia a su depresión y que noté que para ti su importancia personal es igual a cero, la misma que la importancia personal que tienen para ti todos, Rafa y Oscar y todos los demás seres vivos, incluido su condenado gato siamés que me tocaba los cojones con su manía por encaramarse en mis piernas. Y eso hice. Jalé una silla de por ahí y me senté en ella al lado del Coronel, que estaba a su vez, sentado en una silla en medio de una habitación vacía, mirando a la nada y pensando en su vida echada a perder, desperdiciada; sin posibilidad de arreglar nada. Y lo primero que me salió de la boca fue: ¿oye, hombre, tienes chela? Me miró como diciendo ¿ enserio? ¡Tengo cáncer en el estómago, mamón! Pero no lo dijo, sólo me miró como diciéndolo. Acto seguido, me levanté de la silla y me fui. Regresé al poco rato con un doce de Tecates que compré en la tienda más cercana. De verdad se asombró. Supongo que Rafa y los demás que vengan a verlo, si es que tiene otros que vengan a verlo, tratan de respetar su espacio y su dolor. Pero yo trato de respetar mi espacio y mi dolor y creo que, si voy a pasar al lado de un hombre tan deprimido y tan apestoso un rato de mi tiempo, tengo derecho a beberme doce latas de cerveza mientras tanto, y él debe tener el decoro de respetar mi agonía. Porque no sólo él, con su cáncer en la barriga, sino yo o cualquiera, podemos morirnos cuando sea, donde sea y como sea. Así que no le pregunté si le molestaba. En cuanto destapé la primera cerveza y escuchó el sonido de una lata abrirse y eso, se le hizo agua a la boca. Lo sé porque antes de hoy le había visto un par de ocasiones más, en casa de Rafa, hace muchos meses, y demostró ser tan alcohólico como nosotros.
Bueno, tenía esa actitud de los deprimidos que te hace desear que se mueran de una buena vez. Esa actitud de mi vida es una mierda, soy un mierda, todo es mierda. Y bueno, la verdad, tienen razón, pero... ¡eso ya lo sabemos todos! No tienes que estar deprimido para darte cuenta, ni tienes que deprimirte por darte cuenta. Eso es un hecho. Seguro. ¿Cuál es el problema?
No me lo vas a creer, pero me bebí las doce latas y no cruzamos más que dos o tres palabras. Nos quedamos ahí sentados, él en su silla, yo en la mía, el gato pasando de mis piernas a las suyas y viceversa, yo bebiendo y él mirando la pared. Hasta que sonó mi celular. Era rafa. Le dije: ¿qué hay? Y él: ¿ya fuiste a ver al Coronel? Y yo: sí, joder, ya fui. De hecho, estoy con él justo ahora. Rafa: oh, qué bien, qué bien. Entonces te dejo. No quiero interrumpir su charla. Y yo, antes de que colgara: no, no, ya terminamos, ya fue todo... y... ¿sabes?, su casa huele a mierda, el ojete no jala la palanca del baño cuando defeca. Se lo pasa sentado en una silla en medio de la nada. Me sorprende que si quiera se levante para cagar dentro del excusado. Quizá un día ya no lo haga y se cagué ahí, en la silla. Llevó con él dos horas y no se ha levantado ni ha comido nada. Bueno, sólo te paso el dato. En fin. Me debes una peda, cabrón. Voy a tu casa. Compra cerveza en lo que llego. Allá te cuento. Y él: sí, oh, sí, claro, sí, te espero aquí.
En casa de Rafa estaban Oscar y Leo. Cuando me vieron llegar tomado me dijeron: ¿no qué estabas con el Coronel, cabrón? No se podían creer que me haya puesto a beber con un hombre que tiene cáncer de estómago y al que le restan tres a seis semanas de vida. No entendían que quizá a nosotros también nos quedaran tres a seis semanas de vida, pero no lo sabíamos y nos poníamos a beber como si la cirrosis no existiera o como si beber no matara a las personas. Ya sé: ¿qué no mata a las personas? Les dije: ya, no mamen, no bebí con él. Bebí sólo. Otra vez dudaron de que haya ido con el maldito Coronel. Les expliqué todo tal cual pasó y bufaron y dijeron: no podemos creer que metas cerveza en u n caso así, ni que no le hayas dicho nada. ¿A qué fuiste? Leo: ¡boludo, sos un hijo de puta, ¡cómo te atreves a beber con él que se está muriendo, juajuajua! Rafa: pinche Petrozza, no respetas ni a la muerte. Oscar: ¿Al menos pudiste hacer que fuera al médico, que se dejara tratar? Y yo: no, no pude hacer que fuera al médico ni nada. No creo que tenga caso que vaya, la verdad. Si yo fuera él haría lo mismo. Bueno, sí jalaría la palanca del excusado, pero haría lo mismo: me quedaría en casa a esperar la muerte. Oh, y seguro seguiría bebiendo. No quisiera morir sobrio. Se sacaron de onda al principio, ya sabes, hubo un silencio incómodo (incómodo para ellos, a mí me gusta el silencio), pero conforme fueron embriagándose se pusieron de mi lado. El alcohol los hacía ser más objetivos.
Seguro que tú estarás de mi lado también. ¿Qué podía hacerse? ¿Qué sentido tenía atenderse con los médicos con un cáncer tan avanzado? El Coronel no estaba deprimido por su muerte, no. Estaba deprimido por su vida. Por lo que él considera su vida. Porque él aseguraba que había echado a perder su vida. Se lo aseguraba a él mismo. No me lo dijo, pero... era evidente. Tenía cuarenta y cinco años y no había salido de casa de sus padres. Jamás pudo hacer su vida. Sus padres murieron y él se quedó con la casa y lo único que cambió en su vida fue que finalmente pudo adoptar un gato (sus padres no lo dejaban). Se lo pasó bebiendo en esa casa, casi como ahora que se lo pasaba mirando la pared, con la diferencia de que a veces lo visitaba Rafa y sus otros amigos y a veces él los visitaba a ellos. Le decían el Coronel porque era buenísimo jugando Risk. Le gustó tanto la idea, que para jugar Risk vestía una boina militar y una casaca camuflada. Luego se lo creyó tanto que no necesitaba jugar para vestirse así. Y un buen día sintió un dolor muy fuerte en el estómago. Fue al médico y le diagnosticaron cáncer. Le pronosticaron seis meses de vida. No quiso atenderse y... bueno, ya sabes el resto. Rafa y ellos querían que yo hiciera algo por él. No se daban cuenta, ni ellos ni el Coronel, que todos los hombres estamos en el mismo estado, con la muerte al lado, esperando pacientemente el día en que pueda cogernos. No hay nada qué hacer. No se dan cuenta de que ganar Risk es tan efímero como ganar una batalla en la vida real, como beber, como ser un escritor exitoso o como jugar para la NFL. No importa qué camino elijas. Todos los caminos llevan a la muerte.
Y le dije a Rafa: mira, el Coronel está jodido, pero eso no es asunto tuyo ni mío ni de nadie. Mejor, dime, ¿qué haces tú?, ¿qué harás tú, por tu muerte?
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