En EEUU, el país con más y mejores universidades, centros de investigación, innovadores, intelectuales críticos y un elevado nivel de vida, el 70 por ciento de la población defiende la pena de muerte y las vejaciones a los terroristas islámicos.

Científicos que investigan el cáncer, el sida o la malaria se alegran de la ejecución de un asesino, y el 14 por ciento de los médicos apretaría la jeringuilla justiciera.

Asombrosa dicotomía para los europeos, que han olvidado su recientísima historia de fanatismos ideológicos, guerras, holocaustos, dictaduras cuarteleras y muchas complicidades con ellas.

Aún compiten electoralmente aquí izquierdas que consideran calumnias los genocidios estalinistas y maoístas, o la dictadura y asesinatos castristas; y derechas que desean olvidar a Franco, Mussolini y Hitler, de quienes extrajeron ideología e intereses económicos.

Pero Europa tiene poco poder, al menos militar; por eso no es imperialista, sino resentida.

Por contra, EEUU está aún el ciclo que los imperios repiten desde hace cinco mil años: progreso y tolerancia para las artes y las ciencias, y brutalidad para mantener la hegemonía. Darwinismo magnánimo con los aliados, implacable con los contendientes. Así fue desde la China más antigua hasta el último imperio europeo, Inglaterra, que aún conserva fiereza.

Solo cuando el imperio decae, la grandeza y la ferocidad se equilibran, como en Europa.

Ese momento aún no llegó a EEUU, y por eso a los decadentes europeos les disgusta su crueldad.