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Competitividad, eficiencia, máximo beneficio, productividad... En un mundo en crisis (no solo económica) estos mantras se nos presentan como el principal objetivo de nuestra sociedad. Y es cierto. Para que una sociedad prospere necesita de empresas competitivas, que fabriquen más eficientemente, que innoven, que sean más productivas que el resto. Pero corremos el riesgo de perder la perspectiva de nuestra propia existencia. Al fin y al cabo, la sociedad es una suma de individuos. Parece evidente, pues, que si la única meta del colectivo es obtener el máximo beneficio, cada individuo acabará viéndose arrastrado por la corriente dominante. De esta manera, caemos en la peligrosa tentación de cosificar al ser humano. De tratar a los trabajadores como una partida más en la contabilidad de la empresa. De buscar la supuesta máxima eficiencia por encima de todo, incluso de las personas. De reducir la cifra de paro a la diferencia numérica entre la oferta y la demanda de empleo.
Y no nos damos cuenta de que el alma humana nunca podrá caber en la curva IS. De que detrás de cada parado existe un drama personal y familiar. Gente que sufre. Que, en el peor de los casos, hace cola en los comedores sociales para recibir el sustento diario.
La realidad es mucho más compleja que la pura y simple economía. Por eso mismo, para analizarla, para intentar hacernos una idea de qué sucede ahí fuera (no solo) podemos usar la ECONOMÍA. Hemos de concebir a la persona como fin en sí mismo y no como mero factor productivo. Tenemos que dar a los modelos teóricos la importancia que tienen, como aproximación imperfecta de la realidad.
El origen de la crisis que padecemos no está tan solo en voluminosos libros llenos de gráficas y complejas fórmulas matemáticas solo aptas para iniciados. Detrás de las cifras macroeconómicas está la pérdida de identidad, de valores, de metas que llenen la vida de sentido. Porque el corazón del hombre no puede ser saciado con lo material. En nuestro código genético yace ahogada la aspiración al infinito, el afán de encontrar un sentido a nuestro caminar por los tortuosos senderos de la existencia cotidiana. La decadencia de la postmodernidad no se explica con la economía, va más allá de lo físico, de lo tangible.
Metafísica. Esta hermosa palabra de origen griego describe exactamente lo que pretendo decir. Quizás la caída en el olvido de las humanidades, del noble arte de la filos-sophia y la proliferación de los medios de comunicación de masas sean solo circunstancias coyunturales, pero intuyo que son síntomas del problema subyacente.
A pesar de que vivimos en las sociedades (supuestamente) más formadas de la Historia. A pesar de que la ciencia ha alcanzado fronteras hasta ayer inimaginables. A pesar de eso, o precisamente por eso, estamos más perdidos que nunca. Ya lo predijo el gran Ortega y Gasset en La rebelión de las masas. La barbarie del especialismo crearía un hombre masa, que no se plantea ni por qué ni para qué hace las cosas. Que no mira más allá de los papeles que se amontonan en la mesa de su despacho. Es el mejor en lo que hace, sabe descifrar como nadie el código genético de la mosca de la fruta. Pero no se atreve a enfrentarse al significado de su propia existencia, al sentido de nuestro estado de actividad como seres orgánicos, eso que solemos llamar vida. Por cierto, en el diccionario de la RAE no solo figura esta acepción. También define la vida como unión del alma y del cuerpo.
La naturaleza humana se compone, por tanto, de ambas realidades, la trascendente y la material. La Historia nos enseña que la reducción de la persona a simple materia lleva a los más crueles atentados contra la dignidad humana. El Estado, entonces, se cree legitimado para decidir sobre la vida y la muerte, incluso en el seno materno. Pretende llegar con su poder omnímodo, salido de las urnas, al ámbito más sagrado de la libertad individual: la conciencia.
El hombre es un fin en sí mismo, no un medio. Espero que hayamos aprendido la lección...