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La pandemia, sus secuelas psicológicas y la crisis económica están crispando los nervios de muchas personas. Lo dicen los expertos (psicólogos, sociólogos y políticos responsables) y a poco que nos detengamos a contemplar el ambiente es una impresión que compartimos casi todos.
Llevamos muchos meses de angustia y temor ante la amenaza del virus maldito y son muchas las secuelas familiares y personales que va dejando detrás. Es lógico que los ánimos decaigan sin ver la luz al final del túnel. Las vacunas son sin duda un paliativo al miedo, pero la lentitud en aplicarlas se vuelve desesperante.
La crisis económica tiene una vertiente de gravedad colectiva, viendo cómo la situación se degrada por minutos, y otra vertiente, la particular, la que cada ciudadano sufre en sus propias carnes. Cada vez son más las familias que ven cómo sus recursos se agotan y cómo el día a día se vuelve más difícil e incierto.
No es de extrañar por lo tanto que la profecía de algunos analistas empiece a confirmarse. Para muchos ánimos exaltados la solución es la calle como escenario de la protesta. Asistimos a una ola de manifestaciones ciudadanas, y lo grave es que en esta ocasión muchas de sus reivindicaciones son imposibles.
Ocurrió estos días pasados en Barcelona, donde los problemas cotidianos alimentaron otras intenciones, pera al final se juntaban en una violencia que causó estragos materiales, empañó la convivencia y estimuló el odio. Pero no es solo en España: el clima de protestas públicas se extiende por otros países y continentes. Hoy asistimos a olas de violencia callejera en lugares tan distantes como Paraguay o Senegal.