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Explicación de sus estrategias contra la humanidad
Hecho este paréntesis a propósito del título del libro, le diré al lector que en este capítulo trataré de mostrarle cómo los dioses, a; lo largo de los siglos, han ido logrando que la humanidad toda —la de hoy y la de tiempos pasados— se amoldase a sus deseos, e hiciese lo que a ellos les convenía; en otras palabras, trataremos de mostrar la estrategia que los dioses han usado para lograr que unos seres inteligentes, hagan «voluntariamente» y sin caer en la cuenta de que son manipulados, lo que los dioses quieren.
Recordará el lector que, de una manera genérica, dijimos que estos misteriosos seres interferían en nuestras vidas por placer y en cierta manera por necesidad (por lo menos mientras están en nuestro mundo o en nuestro nivel). Dijimos también que buscaban la sutil energía que produce la máquina más maravillosa que existe en nuestro mundo, que es el cerebro o la mente humana e además se interesaban en el manipuleo de algunas vísceras de los vertebrados de este planeta y de una manera particular, en la sangre de ellos, porque libera fácilmente una energía que ellos necesitan o apetecen mientras están entre nosotros. Hasta aquí lo que llevamos dicho en los capítulos anteriores.
Veamos cuáles pueden ser en teoría los métodos más eficaces para lograr estos fines.
En las baterías de los automóviles, vemos cómo están colocados, unos al lado de otros, una serie de vasos, cada uno de los cuales es capaz de retener y de devolver una determinada cantidad de corriente eléctrica. La batería consiste fundamentalmente en conservar, unificar y devolver unificada toda la energía contenida fragmentariamente en cada uno de los vasos que la componen. Naturalmente, a mayor cantidad de vasos, mayor será la energía que esa batería podrá devolver.
Cada cerebro humano produce y contiene una relativamente pequeña cantidad de energía que, considerada independientemente, apenas si tiene fuerza para nada que no sea hacer funcionar la máquina biológica que es el cuerpo humano al que pertenece ese cerebro. Volviendo a la comparación de antes, si separásemos un vaso de la batería, con toda seguridad él solo no podría hacer arrancar el motor del coche. Pero junto con todos los demás vasos, sí es capaz de hacerlo arrancar; y si lo juntamos con muchos otros vasos, llegará a tener una fuerza suficiente como para levantar el coche en vilo.
La energía producida por un solo cerebro humano es de poca utilidad para los dioses, pero unida con las energías de muchos otros cerebros, se hace mucho más poderosa y al mismo tiempo se hace más fácilmente extraíble y utilizable. Lograr unir las mentes de muchos humanos, ha sido desde siempre, una de las estrategias de los dioses. Y esta estrategia está dirigida a unir no sólo sus mentes sino también sus cuerpos, de modo que muchos de ellos estén reunidos en el menor espacio posible. Esto facilitará su propósito de «ordeñar» energéticamente a los humanos.
A un ganadero productor de leche, no le trae cuenta el tener las vacas diseminadas por el monte, teniendo que ir a ordeñarlas una por una, en donde cada una se encuentra. Lo que hace, para ahorrar tiempo y esfuerzo, es tenerlas a todas juntas en el establo con lo que su labor se le facilita grandemente.
Las religiones
Para lograr el mismo fin, los dioses idearon uno de los fenómenos sociológicos más antiguos que registra la historia: las religiones.
Fíjese el lector en este curioso detalle: cuando los pueble primitivos no habían desarrollado casi ningún arte, ni había atisbos de que poseyesen algo que pudiese llamarse una cultura, practicaban algún tipo de religión; hasta tal punto, que los arqueólogos lo primero que buscan y que encuentran, cuando estudian los restos de un pueblo, por primitivo que éste haya sido, es algún objeto o resto relacionado con su religión. Uno tiene derecho pensar que aquellos seres con unas inteligencias rudimentarias, lo último de que deberían preocuparse sería de practicar alguna religión, acosados como estaban por el hambre, por las inclemencias del tiempo y hasta por las fieras. Y sin embargo, vemos cor asombro que, de una manera o de otra, sus cuerpos se reunían en determinados lugares para sacrificar animales y sus mentes se unían para pedir, para aplacar, para alabar y para temer... porque los dioses siempre han dado una de cal y una de arena; han ayudado, pero han amenazado y han castigado, si no se obedecían sus mandatos. Así mantenían un temor y una expectación que les ayudaban a conseguir lo que querían de los hombres.
Dejando a un lado a los hombres primitivos, podemos ver que las religiones son el instrumento perfecto aun hoy día, para lograr estos fines.
La idea que estoy exponiendo saltó a mi mente cierta noche ventosa, fría y húmeda, en que desde una altura contemplaba la enorme multitud concentrada en la gran explanada que se extiende ante el santuario de Fátima. Los cientos de miles de velas en la oscuridad, me parecieron por un momento chispas que brotaban de aquellas almas enfervorizadas por el amor a la Virgen, y de aquellos cuerpos martirizados por el húmedo frío que se metía hasta los huesos. Recuerdo que hasta miré hacia arriba a ver si lograba ver a los vendimiadores de toda aquella energía, tan fácilmente recogible por lo apiñada y por lo a flor que la tenían los allí presentes. Mis ojos sólo pudieron ver el negro cielo claveteado de estrellas. Pero ¡qué inmensa batería se extendía a mis pies! Cada una de aquellas mentes aportaba su amor, su ansia, sus deseos, sus angustias, sus remordimientos, sus esperanzas... y su dolor; la gran mortificación que indudablemente sentían en aquel momento, calados de frío, de humedad, y probablemente de hambre y de cansancio; pero con gusto ofrecían todo aquello, movidos por su fervor religioso. Por eso dije anteriormente que aquella energía es fácilmente recogible; porque los que la tienen están deseosos deentregarla.
La religión, —en sus muchos aspectos y considerada en conjunto— es un formidable instrumento para lograr los estados de ánimo principales en los que nuestros cerebros son capaces de emitir esa energía que interesa a nuestros visitantes; y le advierto al lector, que esa energía no es una invención mía, sino que es algo de lo que cada vez se habla más, no sólo en el campo de la parapsicología (telergias, etc.), sino en el campo de la medicina más avanzada (el Dr) Simonton. en los Estados unidos. está curando cánceres con energías mentales, al igual que el Dr. Benjamín Bibb lo está haciendo con todo tipo de enfermedades, y el mexicano José Silva está creando una verdadera escuela en la que el estado »alfa» cerebral está logrando verdaderos milagros).
Estos estados de ánimo más propicios para que la mente humana emita esas energías son el dolor con sus muchas facetas, la excitación, en la que también puede haber muchos aspectos, y la expectación cuando es profunda y sobre todo constante. Veamos cómo todas las religiones propician estos estados de ánimo y fijémonos de una manera particular en el cristianismo.
El hombre, que tenga un espíritu profundamente religioso, es un hombre expectante. Y más en el cristianismo, en donde la muerte se pone como «el momento del que pende la eternidad»; la
eternidad feliz o la eternidad entre tormentos. En los cientos relatos autobiográficos, recogidos por autores como William James, E. D. Starbuck (Psychology of Religión), William B. Sprague (Lectures on Reviváis on Religión), el Dr. Leuba (Studies the Psychology of Religious Phenomena), George A. Coe (The Spiritual Life) etc., constantemente nos tropezamos con individuos que sentían una profunda inquietud por dedicar sus vid enteramente al servicio de Dios; y ello motivado fundamenta mente por el deseo de asegurar su «salvación eterna». Cuando este estado de ánimo se sobreimpone a todos los demás, (aparte del desquiciamiento que puede acarrear para todo el psiquismo) individuo suele terminar en la llamada «vida contemplativa»; decir un estado de vida en el que el ánimo del contemplativo desinteresa de los problemas de esta vida y, mientras trata de perfeccionar su alma, se dedica a esperar el momento de encontrarse con Dios. Es el estado de ánimo que resume genialmente la frase de Santa Teresa: «Que muero porque no muero».
Aparte de este estado de ánimo, en la vida de un hombre profundamente religioso, hay muchos momentos en los que el alma se carga de emoción; a lo largo de los siglos, todas las religiones y todas las sectas han ido desarrollando —con toda buena voluntad— diversos mecanismos para lograr estos estados emotivos con los que se intenta acercar más el alma a Dios y ponerla más incondicionalmente a su servicio: todos los «ejercicios espirituales», retiros, cursillos, reavivamientos, impactos, etc., son un ejemplo de esto.
Esta expectación, en muchos espíritus débiles o enfermizos, es algo rayano en la angustia y a veces en la desesperación, tal como podemos ver muy repetidamente en los autores antes citados. Y al decir esto, entramos en otro campo con el que las religiones tienen mucho que ver: el campo del dolor. Las religiones, sin exceptuar al cristianismo, si bien es cierto que para mucha gente han sido consuelo en las muchas tribulaciones de la vida, y hasta causa de muchas alegrías al proporcionar una seguridad y una paz internas, nadie puede negar que son también causa de muchos sinsabores y molestias en la vida de los individuos y de que han sido causa de
muchísimos dolores tísicos y morales en las vidas de los pueblos, tal como enseguida veremos.
Los sinsabores y molestias que en nuestra vida diaria la religión nos causa, como hemos sido educados con ellos desde nuestra infancia, los consideramos como algo completamente natural y por eso apenas si lo notamos; sin embargo, si los observamos en otras religiones con las que no nos unen lazos sentimentales, o que no tienen nuestras mentes condicionadas, los echamos de ver inmediatamente.
Imagine el lector por un momento, que su religión le prohibiese comer carne de vaca, o de puerco, o cualquier tipo de marisco, o que obligase a las mujeres a vestir siempre de falda larga y con la cara tapada, o que no permitiese casi actividad alguna durante todos los sábados del año, o que exigiese abstenerse de comer por el día durante un mes cada año, o que obligase a los hombres a andar siempre con la cabeza cubierta, o que no permitiese a ciertos individuos nacidos en determinada clase social baja, hacer nada por salir de ella, o que prohibiese radicalmente casarse con alguien que no practicase la misma fe, o que no tolerase beber vino o cualquier bebida que contenga algo de alcohol, por poco que sea, o que exigiese que los vestidos fuesen siempre de una sola clase de tela, etc., etc. Todo esto y muchísimas otras cosas, (por ejemplo, en el jainismo no se puede quitar uno de encima un mosquito que le está picando), han sido prohibidas o exigidas por una u otra religión. Y no se puede decir que son «sectas» de locos; todas las prohibiciones y mandatos arriba citados, son de las religiones más extendidas y venerables del mundo; y la mayor parte de ellos pertenecen a religiones anteriores al cristianismo, es decir con varios milenios de existencia.
Trasponga el lector alguno de estos mandamientos a nuestra sociedad y a nuestras circunstancias: ¿se imagina el suplicio que sería para una mujer española el verse obligada hoy a vestir siempre de traje largo hasta los pies, y no poder disfrutar de la playa o por lo menos de algún vestido que, sin ser inmodesto, por lo menos le ayudase a liberarse un poco de los calores del verano? ¿Se imagina el lector lo que sería verse impedido de por vida de comer ninguna clase de marisco y, por añadidura, no poder tampoco comer carne de cerdo? Pues este es el panorama culinario que tienen delante de sí los judíos practicantes, aparte de muchísima otras peculiaridades restrictivas y absurdas a que fueron sometida hace ya casi dos mil años, por su «protector» Yahvé.
Los cristianos hemos tenido también durante muchos siglo nuestra participación en estos mandamientos importunos, con 1o ayunos cuaresmales, las abstinencias de carne durante todos lo viernes del año hasta hace muy poco tiempo, (lo cual motivó que el dios bacalao pasase a ocupar un lugar prominente entre los dioses lares hispánicos), las normas de la decencia cristiana (con las que los Sres. Obispos evitaron durante muchos años que el sol tostase nuestras pecadoras carnes), la prohibición de separarse de cónyuge (aunque el cónyuge, al paso de los años, se hubiese cor vertido en un energúmeno) etc., etc. «La voluntad de Dios» pare que estaba reñida con los gustos y la felicidad humana.
En la Edad Media, cuando la Iglesia con sus mandamientos y preceptos tenía una total influencia en la sociedad, parece que estaba prohibida la alegría de vivir, y daba la impresión de que todo lo realmente sabroso era pecado. Era la lógica consecuencia de la filosofía del «valle de lágrimas», que tan bien se expresaba en aquel hipocondríaco canto de nuestra infancia: «Perdona a tu pueblo, Señor... no estés eternamente enojado». (¡Qué triste futuro para la humanidad con un Dios tan cascarrabias!).
Y nadie puede negar que en la ascesis cristiana, el medio más] seguro para llegar a una verdadera amistad con Dios, es el renunciamiento, la mortificación, la «muerte al mundo y a sus vanidades», los votos de pobreza, castidad y obediencia (es decir, la renuncia a tres grandes valores humanos como son la libertad, el bienestar económico y el sexo), etc., etc. Recuerdo no pocas veces, cómo en mi estudio de los místicos, durante mis años de preparación para el sacerdocio, mi alma se llenaba de angustia cuando leía los encendidos párrafos con los que muchos de ellos instan al cristiano a desprenderse de todo, si quiere ser un perfecto seguidor de Cristo.
Oigamos a San Juan de la Cruz:
«Y para mortificar y apaciguar las cuatro grandes pasiones naturales que son: gozo, esperanza, temor y dolor, de cuya concordia y pacificación salen éstos y los demás bienes, es total remedio lo que sigue, y de gran merecimiento y causa de grandes virtudes:
Procure siempre inclinarse: no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso; no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido; no a lo más gustoso, sino antes a lo que da menos gusto; no a lo que es descanso, sino a lo trabajoso; no a lo que es consuelo, sino antes al desconsuelo; no a lo más, sino a lo menos;
no a lo más alto y precioso, sino a lo más bajo y despreciado; no a lo que es querer algo, sino a no querer nada; no andar buscando lo mejor de las cosas temporales, sino lo peor y desear entrar en toda desnudez y vacío y pobreza por Cristo de todo cuanto hay en el mundo» («Subida del monte Carmelo». Libro 1º. Capítulo 13, 5-6. Ed. Apostolado de la Prensa, S.A. Madrid).
Y el Santo continúa «animándonos» a que nos despreciemos y deseemos que otros nos desprecien. A que hablemos en detrimento nuestro y deseemos que otros hagan lo mismo. A que tengamos mala opinión propia y nos alegremos cuando otros la tienen, etc., etc.
¿Para qué seguir? Lo que el santo nos propone es una especie de harakiri psicológico, si queremos llegar a ser unos perfectos discípulos de Cristo.
Para los que me digan que esto es distorsionar la ascética y hasta la misma vida cristiana, les diré que me doy cuenta de que el pensamiento de los místicos, es algo así como una superespecialización de la vida cristiana; pero mis críticos tendrán también que admitir que esta superespecialización es también una culminación y está en línea con el pensamiento general de toda la ascética cristiana. Y si no, ahí está para probarlo el gran símbolo y signo del cristianismo: la cruz. La cruz no es símbolo de placer ni de vida; la cruz es símbolo de muerte y de dolor. Y la cruz está y estado siempre en el centro del cristianismo*
Y si del cristianismo nos vamos a otras religiones, nos encontramos tramos con el mismo fenómeno. En ellas, el concepto de ascesis de crecimiento espiritual está muy relacionado con el dolor. Un prueba de esto son las macabras imágenes que todo hemos con templado en el cine o en revistas, de penitentes hindúes que arrastran pesadas carrozas con las imágenes de sus dioses, mediante garfios enganchados en su carne. Y sin que tengamos que irnos tan lejos, a todo lo ancho de la geografía española e hispanoamericana tenemos esas bárbaras procesiones de flagelantes histéricos y sangrantes, durante la Semana Santa. Y no digamos nada de yoguis lamas y gurúes cuyas vidas son el trasunto de lo que más arriba nos predicaba San Juan de la Cruz. Todas las grandes religiones parece que tienen como doctrina común el que para perfecciónarse, hay que renunciar a esta vida. «El dolor lleva a Dios> parece ser un lema en todas ellas.
Sería caricaturizar el tema, el tomar en serio lo que decía un humorista —aunque hay que concederle no poca razón—: «Dios hizo la mañana del domingo para dormirla; pero sus representantes nos la echan a peder con la Santa Misa». Pero en detallitos como éste, no podemos dejar de ver lo que antes decíamos: que religión y los líderes religiosos parece que no ven con buenos ojos el que los humanos gocen a plenitud de la vida. En un «valle lágrimas», como que no se ve bien el placer.
Otro aspecto curioso de las religiones es que propician dos cosas que siendo en sí contrarias, son sin embargo ambas busca das por los dioses. Las religiones, tal como acabamos de decir, unen a las personas tanto física (recordemos la grandes concentraciones religiosas en los santuarios) como ideológica o mentalmente. Pero al mismo tiempo que logran esta unión (cosa que como vimos conviene mucho a los dioses) consiguen la desunión y aun el odio hacia todos aquéllos que no piensan igual, por profesar una religión diferente. Enseguida hablaremos de este aspecto.
Guerras
Dejemos por un momento la consideración sobre el fenómeno religioso, y fijémonos en otra de las grandes estrategias que los dioses han usado a lo largo de toda la historia humana para conseguir lo que quieren. Y digo que lo dejaremos por un momento, porque enseguida volveremos a insistir en la religión, ya que todavía queda mucho que decir de ella como invención e instrumento de los dioses, y porque tiene mucha relación con el tema que inmediatamente vamos a tratar.
Me refiero a las guerras. Un visitante de otro mundo evolucionado, que viniese al nuestro y se interesase por saber cuál ha sido la historia de los hombres sobre este planeta, se quedaría pasmado ante un hecho tan repetido, tan absurdo, tan doloroso, y tan perjudicial como son las guerras. Y a pesar de ello y contra toda razón, la historia humana está plagada de guerras de todos tipos. Hoy día, cuando poseemos una tecnología muy sofisticada, la ponemos toda al servicio de la guerra y somos capaces de matar más gente en un segundo, de lo que antes matábamos en un siglo. La electrónica, la química y la ingeniería más avanzada, antes de ponerse al servicio de la gente común para que mejoren sus vidas y faciliten su trabajo, caen en poder de los individuos que en cada país ocupan las altas posiciones militares, y se ponen incondicionalmente al servicio de la guerra. Los «Pentágonos» de cada país —en los que no es raro que haya individuos con mentalidad paranoide— planifican concienzudamente las matanzas humanas que eventualmente tendrán que hacer, por supuesto por motivos «patrióticos». Todos los que planean y dirigen las guerras, (y en caso de que no fuesen suficientes los militares, «dios» nos manda con frecuencia civiles como Ronald Reagan), creen ser unas dignísimas personas que actúan por muy altos motivos.
Nunca he entendido la «mentalidad castrense», ni me he explicado cómo personas honestas, puedan escoger gustosa y voluntariamente, la «carrera de las armas». Los militares, lo mejor que pueden hacer, es no hacer nada. Porque si hacen lo que saber hacer, harán la guerra. Y la guerra —hoy más que nunca— la guerra de bombas y de balas, y de hambre y de sangre es siempre mala. Por lo tanto ¿por qué escoger una carrera cuyo fin natural es la violencia y cuya culminación lleva a la destrucción y a la muerte de otros seres humanos?
Pero ya dijimos que lo que se tiene en mente para cohonestar; la guerra, es la patria, alrededor de la cual la mente humana ha; sido cuidadosamente manipulada y condicionada desde el nacimiento, hasta el punto de perder toda noción de perspectiva, y ver a todos aquellos que no son compatriotas, más como unos enemigos en potencia que como seres humanos exactamente iguales nosotros.
Si, como dijimos, lo que los dioses por un lado buscan es dolor, excitación y terror, como medio para que los cerebros humanos produzcan las ondas que a ellos les interesan, y si por i otro lado, lo que quieren es vidas humanas tronchadas violentamente, y mejor si es con derramamiento de sangre, entonces tendremos que estar de acuerdo en que la guerra es otro instrumento perfecto para sus fines.
Imagínese el lector, en cualquiera de las infinitas grandes batallas de que nos habla la historia, un campo sembrado de cadáveres (He aquí lo que A. Einstein piensa sobre el particular: «Con esto paso a hablar del peor engendro que haya salido del espíritu de las masas: el ejército, al que odio. Que alguien sea capaz de desfilar muy campante al son de una marcha, basta para que merezca todo mi desprecio; pues ha recibido cerebro por error: le basta con la médula espinal. Habría que hacer desaparecer lo antes posible a esa mancha de la civilización. ¡Cómo detesto las hazañas de sus mandos, los actos de violencia sin sentido, y el dichoso patriotismo! ¡Qué cínicas, qué despreciables me parecen las guerras! ¡Antes me dejaría cortar en pedazos que tomar parte en una acción tan vil!» (Albert Einstein. «Mi visión del mundo». Editores. 1980)….y de hombres heridos y agonizantes, desangrándose lentamente. Y recuerde el lector que en este caso, «imaginar» no quiere decir inventar con su imaginación, sino sencillamente recordar un hecho o cientos de hechos que sucedieron en la realidad. Imagínese ¡qué banquete, para estas sanguijuelas y para estos dráculas del espacio! Y ¡qué bien han sabido ellos comerle el cerebro a tantos ilustrísimos de la historia, hasta llegar a convencerlos de que la defensa de la democracia, el honor, la dignidad, la patria, los valores morales, la hacienda o la religión, exigían una matanza! Y de nuevo estamos barajando la palabra religión. Porque, guste o no, la religión ha sido una de las mayores causas de guerras que encontramos en la historia. Con el agravante de que las guerras religiosas son unas guerras que tienen en sí una ferocidad especial. ¡Se trata nada menos que de exterminar a los enemigos de Dios! Y como para defender la honra de Dios todo es lícito, (al menos eso piensan todos los fanáticos), las atrocidades que se cometen en las guerras de religión no tienen paralelo.
Protestantes contra católicos y viceversa, mahometanos contra cristianos, hindúes contra mahometanos, hebreos contra amalecitas y demás pueblos de la «tierra prometida», y todo el mundo contra los judíos. Y dentro de las propias religiones, los fanáticos constituidos en autoridad, organizando toda suerte de tribunales eclesiásticos, Santos Oficios o Inquisiciones para, siempre en nombre de Dios y defendiendo su doctrina, acabar con todos los herejes, brujos, iluminados y reformadores. Se habla mucho de la Inquisición española, y con razón, pero la gente no sabe de las feroces Inquisiciones protestantes y de las no menos «santas» inquisiciones islámicas en las que a veces ardieron los más fervientes servidores de Mahoma.
Y esto no es cosa del pasado. Hoy día, como restos de la negra historia de las guerras religiosas y de las guerras santas, tenemos los casos de Irlanda del Norte en donde el odio religioso —y cristiano por más señas— tiene ya caracteres de enfermedad mental, y es como el rescoldo de toda la contienda patriótica que se ventila en la superficie; el caso de la India contra el Paquistán (hindúes contra mahometanos), el caso de Irán-Irak, porque en el seno del Islam hay las mismas guerras fraternales y santas tenemos en el cristianismo. En los manuales de historia que estudiamos en nuestra juventud, recordamos perfectamente aquellos tediosos capítulos dedicados a las que se llamaban «Guerras Religiosas». Las religiones, que habían comenzado predicando el «amaos los unos a los otros», y siendo el lazo de unión de muchos pueblos entre sí, degeneraban en odio hacia los que tenían la misma idea de Dios, y en algo tan absurdo en sus propios términos, como son las «guerras santas», con las cuales los mahometanos inundaron de sangre, durante ocho siglos, a tres continentes.
He aquí la manera cándida con que la Liga B'nai Brith (contra la difamación antijudía) enfoca todo este mismo tema —dándonos la razón— en su folleto «Hechos relativos a las mentiras sobre los judíos»:
«El sionismo ortodoxo empezó con el mandato divino hecho de nuestro primer patriarca (Abraham): "levanta tus ojos desde el lugar en que estás y mira hacia el norte, hacia el sur, hacia el este; hacia el oeste, porque toda la tierra que ves yo te la daré a ti y a tus descendientes". Estas palabras, que constituyen nuestro derecho. Palestina, no provienen de la Declaración Balfour [hecha por los ingleses]; estas palabras provienen de la Biblia. Nuestro asentamiento en Palestina es una orden divina que tiene que ser observada como un mandamiento».
Estas increíbles palabras, que resuman fanatismo, son comentadas así, por el autor OID M. Gras en su libro «Deceptions and Myths of the Bible» (Bell; N. York):
«El robo de un país entero (Palestina) y un millón de árabes
hambrientos y sin patria, esto es lo que ha traído como resultado la creencia en mitos. A la Biblia en vez de "la palabra de Dios" habría' que llamarle "las obras del diablo". Su astucia es tan diabólica, quena tenido engañado al mundo entero por más de dos mil años, y sus consecuencias han sido dieciséis siglos de tinieblas, Cruzadas e Inquisiciones, prejuicios y fanatismo y en la actualidad una guerra en el mismo lugar en donde todos estos mitos se originaron. Creo que ya va siendo hora de que nos liberemos de un libro causante de tantos enredos. Y creo también que ya va siendo hora de que analicemos a fondo aquella frase tan repetida en la Biblia: "Y dijo. Dios: ..."».
En cierta manera las guerras son la culminación de todas las estrategias de los dioses; y muchas de las otras que vamos a considerar a continuación, no son sino pasos previos o preparativos que poco a poco nos llevan a las guerras, porque en ellas es donde el hombre produce exactamente lo que de él quieren los dioses.
Pasemos ahora a considerar otra de estas estrategias que han sido y siguen siendo en la actualidad causa de muchas guerras y que son uno de los principales impedimentos para que los hombres nos entendamos mejor.
Patrias
Un poco más arriba, tocamos someramente el tema de las patrias. Si profundizamos un poco en este tema, que para muchos individuos de mente cerrada es un tema «sagrado», echaremos de ver enseguida que, a pesar de la solemnidad y de la sacralidad de que se lo ha querido investir, es algo completamente artificial y fruto, en muchísimas ocasiones, de meras ambiciones de caudillos del pasado, o de puros accidentes geográficos, o sencillamente de la suerte. Un niño orensano, por ejemplo, imbuido por lo que oye en el hogar, y adoctrinado en la escuela con las enseñanzas tradicionales, automáticamente deberá extender su amor unos 500 kilómetros hacia el Este, es decir a todos los habitantes de España que viven en esa dirección; 150 kms. al Norte y 100 al Oeste, porque allí se acaba la patria y comienza el mar; y tendrá que tener cuidado en ser muy parco en su amor hacia el Sur, porque en esa dirección están enseguida los portugueses; ¡y éstos son extranjeros!; más bien—según los patrióticos manuales de la escuela—fueron unos traidores e ingratos, pues se separaron del regazo de España*.
¡Y resulta que los portugueses del Norte, son mucho más próximos racialmente, históricamente y hasta lingüísticamente los orensanos, que los valencianos o los catalanes, hasta los que el niño tiene que extender su amor! Las líneas fronterizas de /as naciones, que vemos en los mapas, no son más que la absurda cal grafía de la historia.
Es curioso cómo este sentimiento, hasta cierto punto lógico natural, de amar a los que uno tiene al lado, se hace enfermizo irracional, propenso al desprecio de los «extranjeros», y curiosa mente se amolda con exactitud a unos límites que en muchísimos casos son antinaturales y en muchos otros han sido trazados por aventureros ambiciosos o par bribones ilustres. Y es también curioso ver cómo los hijos de los emigrantes, con unas milenarias raíces étnicas y lingüísticas totalmente diferentes, suelen ser más patriotas que los autóctonos del país, olvidándose rapidísima mente del originario país de sus antepasados.
Uno no puede menos de tener la impresión de que hay algo o alguien que manipula este sentimiento —que, como hemos dicho, es lógico— y lo exacerba y exagera hasta convertirlo en irracional, de modo que se defiendan con más ardor los defectos de la patria, que las virtudes de la nación vecina.
Diversidad de lenguas
Y junto al fenómeno de las patrias tenemos otro hecho histórico omnipresente, que si bien tiene su aspecto perfectamente natural, posee otra cara en la que se puede también sospechar la disimulada intervención de los dioses: la enorme diversidad de lenguas que se hablan en el planeta.
Los lingüistas tienen sus explicaciones válidas para convencer-
(Como dato histórico hay que decir que Portugal y España serían hoy una gran nación ibérica, de no haber sido por las necedades de Felipe IV que colmaron la paciencia de los portugueses.) nos de que el proceso de la creación de lenguas es un proceso natural, y no tenemos inconveniente ninguno en admitirlo. Pero tenemos que recordar lo que ya anteriormente hemos dicho: Los dioses, en sus interferencias en las vidas de los hombres, usan muchas veces los fenómenos naturales para lograr lo que quieren, sin que los hombres caigamos en la cuenta de su intervención; no caemos en la cuenta de su juego, precisamente porque creemos que el fenómeno es perfectamente natural, cuando en realidad, sin dejar de ser natural, ha sido, en cierta manera, forzado y manipulado para lograr con él lo que pretenden. Y viceversa, muchas veces fenómenos que son totalmente naturales, —pero desconocidos por nosotros— nos los presentan como «milagros» o hechos portentosos debidos a su gran poder, con lo que nos impresionan y nos fuerzan a hacerles caso.
Pero volvamos al fenómeno de la diversidad de lenguas. Le confieso al lector que tenía un poco olvidado lo que la Biblia dice sobre este particular, y cuando fui a consultarla, para ver qué era lo que decía, me encontré con lo siguiente:
«Era la tierra toda de una sola lengua y de unas mismas palabras... y se dijeron: vamos a edificar una ciudad y una torre cuya cúspide toque a los cielos y nos haga famosos, por si tenemos que dividirnos por sobre la haz de la tierra.
Bajó entonces Yahvé a ver la ciudad y la torre que estaban haciendo los hijos de los hombres y se dijo: He aquí un pueblo unido pues tienen una sola lengua. Se han propuesto esto y nada les impedirá llevarlo a cabo. Bajemos pues y confundamos su lengua de modo que no se entiendan unos a oíros.
Y los dispersó Yahvé por toda la faz de la tierra" (Gen. 11.1-9).
Por supuesto que no me voy a apoyar en este texto para «probar» lo que estoy diciendo. Dado mi pensamiento sobre la Biblia sería una total contradicción. Pero no deja de ser curioso que la Biblia corrobore de una manera tan descarada una idea que había asaltado a mi mente como una consecuencia lógica de muchos otros hechos de los que no podemos tener duda alguna. Y
de paso, observe el lector el talante de nuestro «padre» Yahve perpetuamente celoso de la felicidad y del progreso de los hombres, y perpetuamente al acecho para ver en qué los podía fastidiar. (Como no fuese a sus niños mimados los israelitas, a los que a pesar de ello, les propinaba también con cierta frecuencia mendos varapalos).
La última frase que vemos en el texto citado es la consecuencia lógica de la diversificación de las lenguas: el «no entenderse» es decir, la falta de comunicación, propicia grandemente no sólo la separación física, sino también la separación anímica, lo cual puede degenerar en último término —y de hecho ha degenerado--en odios, malentendidos y guerras. De las lenguas podemos decir lo mismo que dijimos de las religiones: si por un lado son un instrumento para unir a los pueblos, por otro lado lo son para separar a estos pueblos de otros que hablan otras lenguas diferentes.
Y también quiero hacer notar una cosa: la hasta ahora insalvable dificultad que ha existido para que los hombres nos pusiésemos de acuerdo para crear una lengua común. Nos hemos puesto de acuerdo en cosas que conllevaban una mayor dificultad (pesas y medidas, línea del tiempo, calendario, zonas aéreas y marítimas internacionales, telecomunicaciones, etc.) pero todos los tímidos intentos que en las Naciones Unidas ha habido para encontrar una lengua común, han fracasado aun antes de ser tomados seriamente en consideración. Vemos las fuertes razones que hay para que las respectivas naciones se nieguen a abandonar sus actuales lenguas, pero no se trata de eso. Se trata sencillamente de que los lingüistas hagan de una manera más completa y profesional, lo que el Dr. Esperanto intentó hacer hace ya un siglo, es decir, creen una nueva lengua artificial y neutral que sea usada como la segunda lengua por todos los habitantes cultos del planeta. Cada uno, al igual que cada nación, seguiría usando su propia lengua; pero en las relaciones internacionales la nueva lengua sería la única que se usaría. Y de la misma manera, los turistas y todos aquellos que por negocios tuviesen que salir de su patria, no tendrían que estar aprendiendo diversas lenguas (sin llegar a aprender bien ninguna) sino que concentrarían sus esfuerzos en aprender esta lengua internacional con la que podrían entenderse en cualquier parte del planeta.
Además esta lengua, creada artificialmente y por especialistas, podría ser mucho más sencilla, sin la irregularidades e infinitas excepciones que plagan todas las lenguas, sin que por otro lado, perdiese su capacidad de expresar cualquier idea o sentimiento humano. Con él tiempo esta lengua iría convirtiéndose en la lengua habitual del planeta a medida que la creciente movilidad de los humanos fuese obligándolos a usarla cada vez con mayor frecuencia.
Pero, contra toda lógica, los grandes dirigentes del planeta, nunca han querido prestarle atención alguna a algo tan enormemente útil para la humanidad. Prefieren seguir en sus politiqueos, en su buena vida a costa del pueblo, y en sus juegos de poder, en los que dan rienda suelta a su paranoia. (Porque no se puede negar que en la actualidad, desear ser el dirigente de alguna de las grandes naciones, significa automáticamente tener una regular dosis de paranoia o de masoquismo).