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Había un señor propietario de una vieja mansión ubicada en una zona antigua de Palermo
El hombre, dueño de una suculenta fortuna había dejado casi todos sus bienes en manos de su administrador y, mayordomo de su mansión para así llevar una vida tranquila y despreocupada.
Un día, en una de sus habituales caminatas, tuvo un traspié y cayo golpeándose la cabeza con el cordón de la vereda. Tal es así que quedó por largo tiempo sin recordar absolutamente nada. Caminaba por las calles y nadie lo reconocía por ser él un hombre de muy bajo perfil y prácticamente desconocido. De manera que al comportarse como un absoluto desconocido, y no encontrar ningún tipo de ayuda el hombre comenzó a vivir como un mendigo.
El mayordomo y hombre de confianza comenzó a notar la ausencia de su señor, y decidió salir en su búsqueda, y así fue que un día lo vio buscando entre los residuos algo para comer.
Se acercó y noto que el hombre no lo reconocía, así que decidió hacerse el distraído y abandonarlo a su suerte. Tenía todo el poder de manejar sus bienes así que se tomaría un tiempo para pensar muy bien en como estafarlo.
El mendigo un día paso por la mansión y se sintió atraído por el fresco de los árboles y el perfume de las flores. De modo que decidió pernotar por sus alrededores, pues un lejano recuerdo lo atraía a ese lugar de la vieja mansión.
Desde el interior de la casona alguien se ocupaba de poner algunas porciones de comida para que el la descubriera y se alimentara. Lentamente se animaba y pedía alguna manta para taparse o un poco de agua fresca que los sirvientes le acercaban.
Pero nunca nadie le decía que el era el dueño de toda esa riqueza y no necesitaba mendigar absolutamente nada, porque los sirvientes habían hecho un pacto de silencio con el mayordomo para quedarse con todas esas riquezas sin que nadie fuera capas de entorpecer sus planes.
Con los años ya todos sabían la historia del viejo mendigo que volvía vez tras vez a la puerta de la antigua mansión a mendigar un poco de comida, agua o ropa que los sirvientes, quienes ya vivían como reyes, le acercaban con desdén.
Hasta que un día, un señor alto y flaco con una larga nariz se le acercó y le dijo: -Señor: usted es el dueño de todas esas posesiones. Solamente firme este papel y puede recuperar todo lo que es suyo.
-Pero yo ya no recuerdo como me llamo. Le respondió el anciano.
-No es problema señor, usted se llama CIUDADANO. y nunca jamás tendrá que mendigar lo que le corresponde por derecho, sino que debe exigir que desalojen automáticamente su propiedad y le devuelvan todos sus bienes.
El anciano no entendió, y siguió viviendo como mendigo el resto de su vida, tal como cada ciudadano de un país, quienes siendo dueños y herederos de todo, viven como mendigos frente a sus sirvientes políticos, quienes se enriquecen todo el tiempo y viven como reyes mientras el ciudadano solo se conforma con migajas.
Carlos Polleé