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La chica de ojos azules

18/04/2015 07:20 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

Cuando quiso mirar se encontró con algo inesperado. Quedó quieto, inmóvil, intentando dar crédito al escandaloso atractivo de una chica que reía y jugaba con sus gestos a pocos metros de él. En realidad, más que el atractivo, era la emoción que embargaba el cuerpo de Pedro al contemplar tanta dulzura. Su rostro era el emblema representativo de la más inimaginable lindeza que nadie pudiera ver. Pedro ya estaba petrificado. Estupefacto. Atontado.

Ella le miró.

En una segunda impresión, la chica resultaba más elegante que perfecta, más delicada que imponente. Ella estaba en otro grupo, donde abundaban más las chicas. Bastaron unas milésimas de segundo para cambiar el color de la noche y la opinión de Pedro respecto al hecho de haber asistido a aquella fiesta. La verdad, es que no sabía si lo que había visto era un sueño o realidad. Para un soñador su imagen era un regalo. Cada uno encierra un secreto del mundo, pero ella parecía contenerlos todos juntos en su brillo. No sé lo que él podía haber sentido en ese instante. De la perplejidad nace la admiración; de la niñez, la curiosidad, pero nadie podría decirle a Pedro dónde se originaba la belleza señera de aquella chica. Todas las facciones de su cara perfilaban una maravillosa combinación de virtudes; el rostro de una niña cuya expresión no podía recordarle más que a palabras cortas y suspiradas; yo diría que casi monosílabos, cauces que tendrían el mismo mar: ella.

A todas luces, su rostro y la dulzura que desprendía lo enunciaban. Era una chica de pelo muy claro, de piel morena y de una apariencia primorosa. En la estólida, insensata y torpe multitud, un rayo de esperanza se abría tras aquella belleza, aquella chica que embargó por momentos todo el sentir, la expectación y la vida entera de Pedro. No habría palabras para expresar, ni entendimiento para escuchar cuanto hubiera que decir de tanta lindeza. Su pelo, de tan excelso brillo dorado que cada rayo de luz podía encontrar su lecho para reflejarse, cual si fuera un espejo en oro. El misterio de la noche y su oscuridad dejaban en penumbra muchos detalles que relucían por sí solos. Si su cuerpo lo decía todo, aquella mirada era el eje vertebrador de sus demás cualidades. Sin duda, lo que más le cautivó desde un primer momento fueron sus ojos azules, fulgurantes, vivos, reveladores de la personalidad que probablemente llevaría dentro, espejo de un alma tan clara como su pelo.

Sólo el brillo de sus ojos azules era poco menos que divino. Nunca había visto nada igual. Era el brillo de una estrella contemplado en su mirada, el sol que se podría esperar tras el reverso de las nubes. Aquella acrisolada expresión de complicidad, desarmaba a Pedro en todos los sentidos. Una mirada que iba más allá de la seducción. Se quedó tan embelesado, que tras verla no le quedaba que esperar nada más del mundo. La vida le había deparado muchas bellas imágenes, muchas semejanzas que aludían a su modo de ser y de sentir, pero ninguna como ésta. Sus ojos azules eran diáfanos, infinitos. De ellos emanaba una luz azul de sobrecogedora magnificencia. En su brillo añil podría construir el sueño más grande del mundo. Era una luz que alumbraba sus pensamientos, que no cegaba, como suele pasar con las riquezas que nos arrastran al egoísmo. Indudablemente, aquella mirada, aquel pozo de encantos arrebatadores eran un vestigio inesperado de lo diferente en el mundo de lo obvio. Y en sus luceros azulados se veían sus gestos de donaire. A simple vista ya resultaba sencillamente encantadora, encantadoramente sencilla. Sus ojos azules maravillosos adornaban un rostro perfilado con cincel de diamante, con manos de genio clarividente. En su piel se reflejaba el ardor de la hoguera que la iluminaba, ardor que hacía eco en los instintos de Pedro; una extraña sensación de vértigo pasó por su cuerpo. Su sonrisa se abría como las alas de una mariposa, tan dulcemente. Sus labios, como dos fresas, entreabiertos, dibujaban el amanecer de primavera.

¿Cómo es posible sentir tanto en tan poco tiempo? ¿Cómo es posible que en un instante aquella chica fuera luz, amor y nostalgia? Era tal su belleza natural, tan extraño prodigio, que ese habría sido el único horizonte a donde hubiera necesitado mirar el resto de su vida. Cuando se ve una cosa bella, se la quiere poseer, es un deseo innato que nace en el ser humano. No hay labios que pronuncien el verso perfecto, no hay mano que dibuje el trazo exacto para decir cuánta belleza y elegancia había en aquella chica. No podía ser más perfecta en su haber. Allí estaba ella, para vivir en sus sueños, sin mayor aderezo que su virtud. Era una luz, una inyección de vida que le renovaba, dejando en jaque todos sus sentidos. Un primor que exigía ser mirado dos veces.

Todo su cuerpo desprendía por doquier arpegios de sublimidad extraordinaria. Un ápice de toda su imagen ya sería suficiente para bogar en las aguas de la inspiración. Era un punto intermedio entre el plano real y lo ideal, entre los sueños que se hacen realidad y las fantasías que parecen que nunca se van a cumplir. Aquella belleza no tenía adjetivo... y si lo tenía no era pronunciable en nuestra capacidad de expresión más espaciosa. Mirarla era zambullirse en la brisa que abraza nuestros sentimientos. Una evocación de romanticismo imborrable. Imágenes de una mujer tan bella hacían que el mundo mereciera la pena. Cada detalle, cada gesto, cada movimiento se adecuaba en una increíble poesía de realidad, formando su persona y haciendo que Pedro imaginara el resto. Mirarla era cruzar la frontera de la fantasía y la tentativa de lo imposible. De todas las cosas bellas que había visto, que simulaban plenitud y no hacían otra cosa que desgastar la inquietud, aquella chica era lo primero que observaba y le infundía la necesidad imperiosa de saltar, de elevarse a lo más alto. Es difícil definir algo cuando los sentidos se inundan. Algunas veces el mundo se pone de acuerdo en hacer algo tan espléndido... sólo algunas veces. No ha existido silencio ni sonido que pudiera manifestar tal belleza, tal manera de seducción. Aquella casi incomprensible combinación de encantos surgía desde la más natural expresión de sencillez. No sabía ni su nombre ni quién era; sólo sabía que era ella. A todas luces, a todas sombras, aquella chica era ideal.

Fragmento del libro El hombre del puerto

© 2001, Isaac Baltanás

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Sobre esta noticia

Autor:
Isaacbaltanas (131 noticias)
Fuente:
blog.isaacbaltanas.com
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Tipo:
Reportaje
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